El Circo Cósmico de Alexander Calder

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Por_ Leonardo Martínez

Desde Barcelona 

Montparnasse 1926. Los años locos. Otro momento furiosamente creativo de la historia del Arte Moderno. De un lado, el retorno al orden que reclamaba Cocteau, reflejado en el giro figurativo y escultural de la pintura de Picasso, ya alejado de la revolución cubista que él mismo había impulsado, o en los retratos de Tamara de Lempicka, con sus arquitecturas geometrizantes y sus cuerpos estilizados deudores del Manierismo. De otro lado, la poética del color y del ritmo de un Delaunay, o la irrupción desestabilizadora del Surrealismo, con las figuras siniestras de un Giacometti o las pinturas-collages de Ernst. París se reafirmaba, una vez más, como el centro mundial del Arte, y la ciudad atraía artistas de todas partes. Son los años de la fiesta permanente que evocaría Ernest Hemingway. Son los años del reinado de Kiki de Montparnasse como la musa omnipotente y todoterreno.

Precisamente en el barrio motor de la ebullición del momento, en ese Montparnasse que desplazaba a Montmartre como capital de la vanguardia, todo mundo hablaba de un norteamericano recién llegado, y de su circo. El estudio de Alexander Calder (1898-1976) se llenaba de visitas curiosas por observar su peculiar creación, esa que había hecho con sus manos de carterista, hábiles, rápidas, incansables. El circo era un universo de figuras minúsculas de alambre y tela, de carromatos de cartón, de pistas de madera. Los personajes del circo eran figuras que parecían irrumpir en la tridimensionalidad, que giraban, saltaban, parecían cobrar vida gracias a unos engranajes que se servían de trucos mecánicos, pero también dejaban hacer al aire. Sí, al aire, porque esas figuras insignificantes violaban la visión tradicional de la escultura como masa en el espacio, como volumen antropomórfico, y se hacían eco de la mutación cuántica que se estaba produciendo desde Rodin.

Calder, el hijo de un escultor academicista, se sumaba a la disolución de la forma rígida, de la materia impenetrable; y asimilaba la fluidez de Rodin, la búsqueda de pureza y simplicidad de Brâncuși (otro habitante de Montparnasse), la incorporación de materiales cotidianos de Picasso, la deriva abstracta de González, la tensión entre masa y vacío de Gargallo, la obsesión mecánica de Duchamp (que había incorporado el movimiento real a la obra con su “Rueda de bicicleta”), la dialéctica de la obra y el espacio circundante de Tatlin, e incluso la idea de la materia como vehículo de la energía de Moholy-Nagy. La gran cuestión vanguardista del Arte reencontrado con la vida, no ya representando o evocando sino siendo obra y acción al mismo tiempo.

El juego como paradigma

El circo calderiano refleja la formación técnica del artista (era ingeniero además de dibujante), y los intentos de sus años neoyorquinos para captar el dinamismo de la metrópolis, además de su actitud lúdica hacia el arte y la realidad. El juego como paradigma de un mundo de reglas propias dominado por el disfrute, por la entrega a la sorpresa, por la pasión infantil por el aquí y el ahora. Pero el circo de Calder no es un mero artilugio lúdico sino una imagen-fuerza que condensa su obra, que trasciende la sencillez carismática de sus personajes de alambre para insinuar algo mucho más inmenso.

En los años siguientes, transmuta el movimiento circense en móviles, ya esculturas abstractas donde la simplicidad formal dialoga con la atmósfera, donde el movimiento es un elemento más, y definitorio, de la obra. Incluso sus estables remiten a la evocación del movimiento, son objetos que se resisten a quedar atrapados en la densidad del volumen, mientras que los estables móviles combinan la realidad y la evocación, a la vez que suponen estructuras de más complejidad. No perdamos de vista que sus móviles están sometidos a la ley de la gravedad y, por tanto, a la rotación de la Tierra. Vistos de esta manera, participan también de la expansión infinita del universo. Sus móviles implican un paso hacia la dimensión cósmica, que es la que explorará de manera más explícita en la década siguiente, la de las constelaciones. 

Al parecer, fascinado por Mondrian, había pretendido que sus móviles reflejaran la incansable dialéctica entre energía y color del artista holandés. Por eso, los móviles también se llenan de colores primarios, de formas básicas. El escultor ingeniero logra darle vida a la plantilla bidimensional. Pero sus formas no se parecen a los cuadrados de Mondrian sino a los seres biomórficos de Miró, a esos meandros de líneas y seres inquietantes y apacibles al mismo tiempo. Aquí no podemos hablar de traducción sino de equivalencia porque las constelaciones de Calder son contemporáneas a la serie de Miró que lleva ese nombre. Si pudiéramos volver tridimensional la serie mironiana, la convertiríamos en calderiana. Dos artistas que han hecho su camino en paralelo, y que se lanzan a crear un mundo reviviendo la mirada infantil. Actitud lúdica de nuevo, y a la vez antídoto frente a una realidad marcada por los horrores de la guerra mundial.

Las constelaciones de Calder, engranajes de formas ligeras, en tensión con la gravedad y pudiendo expandirse ad infinitum son analogías del universo, del universo tal cual comienza a verlo el siglo XX, el de la física cuántica, avanzando hacia lo infinitamente pequeño y hacia lo infinitamente inmenso al mismo tiempo. En esas obras están contenidos Bergson, Einstein, Hubble, Heisenberg y todos aquellos que contribuyeron a superar el paradigma mecánico de la física moderna. Las constelaciones son mecanismos, no hay duda, pero están plenas de energía imparable, inconmensurable, infinita. Nosotros –como espectadores– podemos arrojarnos a ellas como si nos lanzásemos a un viaje por los cielos. El propio Calder reconoce esto: “El sentido de la forma en mi trabajo ha sido el sistema del universo; o parte del mismo /…/ Lo que quiero decir es que la idea de cuerpos flotando en el espacio, de diferentes tamaños de densidades, quizás de diferentes colores y temperaturas, y rodeados de gases, algunos estables y otros moviéndose de maneras muy peculiares, parece para mí la fuente ideal de forma”.

Ese otro elemento cósmico

El circo que es un cosmos y que se vuelve cósmico, y el cosmos que también es un circo en tanto lugar de movimiento, de energía vital, de sorpresa y fascinación. Y en ambos el tiempo, ese otro elemento cósmico, que es la materia que somos. Y aquí dejemos que sea Jacques Prévert el que sintetice la apuesta de Alexander Calder:

Móviles arriba

Estables abajo

Esto es la torre Eiffel

Calder es como la torre

Espantapájaros de hierro

Relojero, ajustado por el viento

Domador de bestias negras

Ingeniero exacerbado

Arquitecto sin descanso

Escultor del tiempo

Eso es Calder.

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