

Chopin, Bach, Beethoven, Debussy, Scarlatti, Rachmaninoff, Grieg y algunos más conformaban el total de su repertorio, restringido a los pocos autores que le producían resonancias interiores. A ellos podía dedicar años de estudio antes de ofrecer su lectura a las salas. Distanciado y sobrio en la expresión, perfecto y diáfano en el sonido, sin concesiones a los bis o al exceso de aplausos, sus interpretaciones eran el resultado de una lectura madurada por años en búsqueda del sentido del autor, de adherirse mejor a sus modos.
Por_ Vera-Meiggs
La universalidad de la música queda demostrada por el hecho de que en cualquier país una interpretación instrumental no requiere traducciones. Pero los ejecutantes pertenecen a una patria, a un género, a una época. Algunos de ellos, en raras ocasiones aparecen como desprendidos de la base que les dio el sustento, suspendidos en las esferas, soberanos de una isla solitaria de perfección ideal.
Desde el continente de los comunes apenas se puede soñar con ese territorio sublime, que requiere de iniciaciones rituales para acceder a un nivel de belleza exigente y superior. Justamente por ser la excepción de la regla la atención se dirige a ese punto raro, único e irrepetible.
Simón Estilita, eremita sirio del siglo V, se fue al desierto para huir de la multitud que deseaba admirar su rigor penitencial, entonces se subió arriba de una columna de tres metros erigida en medio del desierto. Acudió más gente que antes, entonces subió a una de 17 metros y de ahí no se movió durante 37 años. Esa historia por alguna razón parecía gustarle a Arturo Benedetti Michelangeli (1920-1995), cuyo centenario es conmemorado en el año del encierro planetario, algo que a él no le habría causado mucha molestia. Tal vez ninguna.
Nacido en Brescia, ciudad de esa Lombardía azotada por la pandemia y que mira hacia los faldeos de los Alpes (sus amadas montañas en medio de las que moriría setenta y cinco años después), nunca tuvo problemas vocacionales; de niño, el padre músico lo encaminó hacia el violín y poco tiempo pasó para que se sentara al piano y no lo abandonara nunca, aunque los pianos lo abandonaran en alguna ocasión. Alguien se los llevaría.
Misántropo al teclado
A los once años el niño serio y concentrado entró al Conservatorio de Milán y salió tres años después con su diploma. Técnicamente estaba muy dotado, pero se le reprochaba no expresarse mucho a través del teclado, una crítica que lo acompañaría por décadas.
Pero lo suyo no estaba en hacerle demostraciones al público para ganarse su simpatía. Se supone que debió sufrir algún grado de manía obsesivo-compulsiva, pero él sólo admitió que fuera del escenario era tímido. Para luchar contra ello, los arpegios constantes, las escalas y el buceo por toda la mecánica del piano lo hicieron un experto de la afinación y de la técnica del instrumento, algo raro entre sus colegas.
Después de doce horas de ejercicios diarios, repetidos por varios años, llegó a presentarse a los dieciocho a su primer concurso internacional en Bruselas, con un jurado presidido por Arthur Rubinstein. Debió ser un duro golpe al ego haber llegado en séptimo lugar, pero ayudó a consolarlo el hecho que Rubinstein reconociera su técnica impecable.
Al año siguiente sí venció en Ginebra: el gran pianista y director de orquesta franco suizo Alfred Cortot (1877-1962) lo proclamó como el nuevo Liszt. El estallido de la guerra no contribuyó a su fama, pero después del desastre y en forma muy rápida ya estaba dando conciertos por Europa y Estados Unidos.
Su perfeccionismo y el hecho de estar dotado de la rara cualidad del oído absoluto, lo rodearon como el foso de un castillo, aislándolo de todo mundo social que no fuera directamente relacionado con la música.
Ya para entonces se había ganado una fama temible y al mismo tiempo eso mismo parecía atraer como imán al público.
Se hacía llevar su propio piano de cola a los conciertos y tocaba sólo ése o el segundo, cuando lograba transportar dos. Si la afinación no era perfecta suspendía la presentación, aunque estuviera el público en la sala. No lo pensaba dos veces. Esto le significó pagar saladas multas por incumplimiento de contratos, pero lo prefería a interpretar por debajo del nivel que se había asignado.
Hacia mediados de los cincuenta su hipocondría surtió efecto y la tuberculosis lo dejó fuera de los escenarios. Entonces se dedicó a la enseñanza en un castillo puesto a su disposición por el dueño de la Fiat. También dictaría lecciones en Arezzo. Sus dos más famosos alumnos, Maurizio Pollini y Martha Argerich, harían acopios diversos de su experiencia con Il Maestro, el primero imitando por un tiempo su estilo, todo interior, mesurado y de una perfección insuperable y la segunda estudiando su mismo repertorio.
Cuenta uno de sus alumnos que era muy gentil y amable, pero tímido y que él mismo preparaba, muy bien, el almuerzo de todos. En cierta ocasión el estudiante debía esperar para entrar a la sala, pero Il Maestro estaba revisando el Si bemol, nota central del teclado, y lo dejó esperando fuera hasta que la nota llegó exacta. Pasaría el día en ello, declarándose satisfecho sólo cuando ya se había ido el sol y todo el personal, menos el paciente alumno, ya desfalleciente de hambre, que seguía esperando su lección.
Mi piano por un Ferrari
Su regreso sería en grande y con grabaciones legendarias, como la versión del Concierto en Sol Mayor de Ravel, con la orquesta dirigida por Ettore Gracis, su director favorito, junto a Sergiu Celibidache. Se la considera una interpretación sublime, principalmente por el uso virtuoso del legato, es decir la acción de no dejar libre una tecla sino cuando está la próxima ya tocándose. “Dejar las notas sueltas ofende a las cuerdas…”, decía.
Chopin, Bach, Beethoven, Debussy, Scarlatti, el concierto N°4 de Rachmaninoff, Grieg y alguno más conformaban el total de su repertorio, restringido a los pocos autores que le producían resonancias interiores. A ellos podía dedicar años de estudio antes de ofrecer su lectura a las salas. De vez en cuando se refugiaba en un monasterio franciscano para buscar en el silencio la clave maestra que hacía de sus apariciones públicas un acontecimiento único.
Uno de ellos se ha vuelto parte del folclore creado a su alrededor. Fue en 1987, en la sala Nervi del Vaticano, que había sido adornada con maceteros y arreglos florales en todo el borde del escenario. Sala repleta y el pianista en gran forma comienza el concierto, cuando sucede lo terrible: Benedetti Michelangeli interrumpe y abandona la sala con gran desazón del público, que teme una de esas suspensiones frecuentes en el personaje. Pero el desconcierto en la sala (de conciertos) es mayor cuando entra un grupo de mozos a quitar todo vestigio de plantas y maceteros. Alguien dice: “Es que Il Maestro es tan sensible que lo afecta la alergia”. La verdad era otra: en una de las plantas había un grillo que con su cri cri rompía la suprema concentración del intérprete y que además sólo él era capaz de escuchar.
Mayor fue su desconcentración cuando quiso crear un sello discográfico y se fue a la quiebra, con el consiguiente embargo de sus haberes, entre ellos todos sus pianos. Se fue a vivir a Lugano Suiza, para siempre.
Desde allá rechazó ocho doctorados honoris causa, se dejó crecer el pelo (“Un Buster Keaton con la melena de Liszt” lo definió alguien refiriéndose a su impasible expresión facial), se dejó adorar manteniéndose distante, “como un Miguel Ángel del teclado” y disfrutando de la alta velocidad con que manejaba su auto Ferrari, diseñado especialmente para él.
¿Y en lo privado? Casado felizmente, sin hijos, algunas fieles amistades y la persistente lectura… del Ratón Mickey.
Murió en Lugano en 1995.