

Su subversivo proyecto escritural, que se definió con «Lunes o martes», su único libro de cuentos, publicado hace 100 años, sigue sosteniendo una vigencia notable.
Por_ Nicolás Poblete Pardo Ilustración_ Rosario Briones
Virginia Woolf es ya un mito. Es ese tipo de escritora que, aunque no se haya leído, se conoce, casi por osmosis. Su rostro, fotografiado, pintado, dibujado, es instantáneamente identificable; su nombre trae ecos de una ferocidad lupina, y de mistificaciones que hemos visto incluso en una serie de películas.
En el mundo de las letras, Virginia se eleva como una de las pioneras de la llamada “corriente de conciencia”, estrategia narrativa asociada al Modernismo, que cuenta con otros populares representantes ( James Joyce, Marcel Proust, William Faulkner), y también como referente clave en la documentación de causas sociales, como la lucha de género o la denuncia de la violencia política, con clásicos como «Un cuarto propio» o «Tres guineas». Hace 100 años Virginia publicó su único libro de cuentos (después vendrían antologías y añadidos), y en él vemos, de manera embrionaria, lo que desarrollará con total expansión en visionarias novelas como «La señora Dalloway», «Al faro» o «Las olas».
Transiciones
Virginia ya había publicado «Fin de viaje» en 1915, y «Noche y día» en 1919, y ambas novelas anticipaban un matiz modernista, aunque de manera moderada. Así, es en «Lunes o martes» donde la escritora inglesa acentúa los rasgos de este novedoso “estilo”, algo indiscutible en su siguiente publicación, la extraordinaria novela «La habitación de Jacob», que edita en 1922 y remece la escena literaria inglesa, transformándola en un icono del siglo XX. Tres relatos (de los ocho incluidos originalmente en la colección) permiten hacerse una idea de la transición que Virginia experimentó para conducir su visión. El comienzo de «Una novela no escrita», por ejemplo, sugiere un enfoque de la vida como proceso de aprendizaje, con atención a los rostros como expresiones de conocimiento. “La vida es lo que ves en los ojos de las personas”, leemos, comprendiendo, a la vez, un implícito matiz lúdico, marcado por el comando de la voz narrativa: “Juega el juego”. El juego es el complejo juego de la vida, y el contexto histórico, aunque oblicuo, denuncia el terror político en la Sudáfrica de las infames guerras “Boer”, circa 1900.
Hacia la corriente de conciencia
Observar las cosas más mundanas de una manera nueva: palabras, objetos, gente, incluso convenciones sociales, ese es el enfoque que predomina en los cuentos. «Una novela no escrita» dramatiza el solipsismo por boca de su voz, una pasajera de un tren quien, al principio, se halla absorta en su diario, pero prontamente se distrae con los rostros de otros pasajeros. Así, se sumerge en una fantasía de su pro- pia creación, proyectando teorías a partir de los pasajeros, como la mujer mayor, a quien llama “Minnie”. “¿Pero qué Dios ve ella?”, se pregunta.
Dando curso a una cadena de especulaciones, la narradora fantasea con la vida privada, religiosa de Minnie. Luego se desdice de su percepción, sólo para embarcarse en otras meditaciones, igualmente creativas. Esta mente inquieta que sueña despierta admite: “La vida es tan desnuda como un hueso”. Las otras personas actúan como efigies sobre las cuales sobreponer proyecciones. Este perspectivismo le permite revelar facetas de sí misma, gracias al flujo de palabras que se torna vertiginoso y adopta una musicalidad que bordea lo errático.
La voz es consciente de su ligereza, de lo inasible, de lo inespecífico. Las reflexiones finales del relato aluden a la noción de identidad, y a la posibilidad de adorar algo desconocido: “Donde quiera que vaya, figuras misteriosas… son ustedes, figuras desconocidas, ustedes, a quienes adoro”.
Apariciones
«La casa encantada» y «La marca en la pared» son dos relatos en los que Virginia explora espacios concretos, cargándolos políticamente, transformándolos en depósitos de experiencias, memorias e historias. En «La casa encantada» la voz narrativa, aparentemente una mujer, comienza el relato reconociendo una presencia fantasmal: “A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes”. La casa es un contenedor vital, un espacio trascendental, un hogar invadido por memorias que siguen muy vivas. Hay dos fantasmas recorriendo la vivienda, pero la mujer no teme e intuye que la presencia, una pareja, está buscando algo que han perdido en el jardín, o quizá dentro de la casa misma, la cual tiene un pulso propio. “A salvo, a salvo, a salvo, latía alegremente el pulso de la casa. El tesoro es tuyo”, leemos. “Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón”. La casa es un refugio que sigue protegiendo lo que los fantasmas han perdido, muertos hace cientos de años. En la casa el amor aún prospera, y ellos lo saben, por eso penan a sus actuales inquilinos. Así, la figura de los fantasmas, generalmente asociada a lo tenebroso, adopta acá un perfil nostálgico y hasta románticamente tierno: “Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría”.
Un sello marcado por la historia
«La marca en la pared» es otro de los relatos donde Virginia imprime su sello más visiblemente modernista. El duro momento histórico nos sitúa a finales de la Primera Guerra Mundial, pero el abordaje es ya característico. Aquí la voz se fija en una marca (que termina siendo un caracol) como portal para sus vocalizaciones. Quizá la imposibilidad de hablar directa, objetiva o exhaustivamente es la que lleva a la voz protagonista a liberar su discurso. La volátil trama, entonces, gira en torno a un sinfín de recuerdos y meditaciones, recordados con profunda belleza, gracias a aquella marca en la pared de su casa. Así, atestiguamos el recurso que permite hablar de una realidad insondable, a través de aristas laterales. Este tono se intensificará en el trabajo posterior de Woolf:
“Es agradable pensar en la madera. Procede de un árbol; y los árboles crecen, y no sabemos cómo crecen. Crecen durante años y años, sin prestarnos la más leve atención, en prados, en bosques, en las riberas de los ríos, todo ello cosas en las que a una le gusta pensar… Me gusta pensar en el árbol en sí mismo: primero la inmediata y seca sensación de ser madera, después su movimiento en la tormenta, después el lento y delicioso correr de la savia”.