

En un tiempo en que la palabra crisis se cuela en nuestro vocabulario no es extraño que nos llenemos de diagnósticos y busquemos la causa de las fracturas. Generalmente nos quedamos en la visión de corto plazo, pero tendríamos que ser honestos y reconocer la evidencia: al ser humano le cuesta entenderse. Entonces la ciudad, como el modelo vivo de nuestra necesidad de reunión, será siempre un fenómeno interesante de mirar para descubrir dónde están esas fracturas. Un buen ejemplo es esta ciudad resumen del mundo, en que la confluencia de todo termina por ser el espejo negro en el que la humanidad no quiere mirarse.
Texto y fotos_ Gonzalo Schmeisser
Desde Jerusalén
Fui por la eterna promesa de viajes exóticos, peligrosos, cobrándome a mí mismo palabras que fluyen envalentonadas cuando la botella de vino está más abajo de la mitad y en los platos sólo quedan migas. O fui por miedo a la imagen desdoblada de mis carnes dispersas en el asfalto de una calle parisina, un brazo, una pierna, en un día y en una hora aleatoria, impredecible para la policía europea. O fui por remordimiento, por escuchar sin atención algunas historias de personas cercanas que me pasaron por el lado y que quise ignorar deliberadamente. O fui por rebeldía, contra todos los que dicen que de tierra santa poco, que los crímenes, que la ocupación, que los derechos humanos.
La cosa es que fui a Jerusalén. Fui, vi y salí de ahí en cuanto pude. Escapé a Jordania y luego a Tel-Aviv, o a cualquier otro lugar del mundo que no fuera Jerusalén. Sólo así se puede sopesar la experiencia de verdad, con la prudencia que da la distancia, cuando es posible mirar lo vivido como un paquete cerrado que se puede abrir, revisar y volver a cerrar, pues todo lo que va a contener ya está dentro.
Escribir ahora es fácil y soy capaz de despachar frases atroces sin hacerme cargo: Jerusalén es una ciudad profundamente equivocada, que contiene en muy pocos kilómetros lo peor de la existencia humana. Es una ciudad atroz que de tan atroz llega a ser el trozo más depurado que exhibe la mezquindad de nuestra especie.
A quién le importan los judíos ortodoxos, que se pasean por la ciudad como si no existiera nadie más ni ahí ni en ninguna otra parte y cuya mirada atraviesa a quien se cruza como si el cuerpo fuera de vidrio. Lo mismo sobre los musulmanes, tan ocupados en verse fuertes ante cualquier cosa blanca con short que se olvidan que, al menos aquí, son lo más cercano a las víctimas. Y a quién le importan los cristianos, que circulan por las calles de piedra de la Ciudad Vieja cargando la cruz de sus culpas a cuestas, cegados mirando hacia arriba mientras la historia les pasa por debajo.
La convergencia de todo
Jerusalén, la capital de un Estado inventado por el racismo disimulado –y no tanto– de Europa, cuando se hartó de tener que lidiar con este pueblo invasor, que no tenía fronteras ni banderas ni presidentes como para arrinconarlos y cuya unicidad sólo estaba dada por sus creencias religiosas. A los judíos les inventaron un país y claro, perseguidos como estaban, la solución pareció sensata, incluso sospechando que de una razzia pasarían a otra. ¿Y los palestinos? Bien, gracias.
Eso es historia viva en Jerusalén. La convergencia de todo en el kilómetro cuadrado de la ciudad amurallada, por donde transitan todos sin mirarse y cada 50 metros hay soldados con metralletas y el dedo en el gatillo, haciéndote sentir culpable sólo por tener ojos y pies y brazos y cabeza. Una ciudad en sitio permanente, donde incluso mi apellido –pero no mi pasaporte– es sospechoso.
También hay vida más allá de esta porción cercada y llena de límites invisibles. Jerusalén se extiende hacia el Oeste en proporciones que nunca fui capaz de distinguir. Un ejemplo es que el Aeropuerto Internacional Ben Gurión está en un extraño limbo territorial entre la misma Jerusalén y Tel-Aviv. Circulando entre las dos nunca me sentí totalmente fuera de una ni dentro de la otra, en una transición eterna que en el lado de Jerusalén sólo se hace evidente en las cuadras que rodean a la Ciudad Vieja, donde todo funciona más o menos como en otra ciudades: tranvías, comercio, mercados, vagabundos, buses, artistas callejeros, semáforos, edificios municipales, plazas, bares y la suficiente cantidad de policías por metro cuadrado, como para nunca olvidar dónde se está.
Todo en una arquitectura de tono terroso que compone una estética ad-hoc a su cercanía con el Mediterráneo y que recuerda levemente a algunas ciudades españolas o francesas que comparten los bordes de este lago con vocación de mar.
Hacia el lado Este el carácter de la ciudad se vuelve confuso, especialmente donde una línea no tan artificial separa los territorios que Israel demarca como propios, confinando a los palestinos hacia un otro lado invisible y detrás de un muro gigantesco. En esa frontera mental termina Occidente y empieza Oriente, asomándose apenas entre los checkpoints, los soldados con sus fusiles y las cámaras de seguridad, el enigma eterno del mundo árabe. Allá está Jordania, Irak y Siria; y luego la bifurcación geográfica que separa la península arábiga –Arabia Saudí, Qatar, los Emiratos Árabes– de ese otro misterio de tierra y fuego que es Irán.
Desde este lado, en el que me dicen que me corresponde estar con argumentos tan vaporosos como el color de mi piel, mi formación de colegio católico, el origen de mis abuelos y el de mis bisabuelos y el de mis tatarabuelos, me pregunto: ¿cuál es la parte de atrás y cuál la de adelante del muro? ¿Quiénes son los que se están escondiendo realmente?
Entonces –cobarde, ignorante, perplejo– me aprovecho del ethos impávido de mi generación y me quito todos los prejuicios, obligándome a no ponerme de ningún lado y a tratar de que la pupila ocupe todo el espacio del ojo para no dejar escapar ninguna luz interior que denote alguna parcialidad. En ese estado de ingravidez mental, bajando del Monte de los Olivos en medio de una granizada y un viento helado que no me esperaba para una ciudad rodeada de desiertos, vuelvo a la Ciudad Vieja.
Ciudad Mercado
Recorro una a una las estaciones del Vía Crucis en el Cuarto Cristiano, siguiendo la caminata de Jesús torturado, y entro en la Iglesia del Santo Sepulcro, donde no sólo está su tumba, sino que un trozo de cerro donde se supone estaba enterrada la cruz. Gente arrodillada llora frente a la piedra, mientras algunos comerciantes sobajean sus productos –desde imanes para el refrigerador hasta cruces– en el mármol donde estuvo el cuerpo. Luego al aire otra vez para caminar dos calles quebradas, entrar sin aviso al Cuarto Judío y aparecer de golpe frente al inmenso Muro de los Lamentos, un montón de piedras de distintas épocas en que judíos de todo el mundo se inclinan repetidamente en trance, como lamentándose de su mala suerte. Y luego salir del tumulto y perderse otra vez para encontrarse ante la sección más impresionante de esta ciudad, la Explanada de las Mezquitas –donde está la cúpula dorada, que es la postal intrínseca de la ciudad– y recorrerla en la escasa media hora en que se abre para visitantes no musulmanes.
Lo demás son sólo tiendas, minúsculos puestos que venden de todo, desde delicias árabes hasta la réplica más vulgar de la camiseta de Neymar Jr. Una ciudadmercado que sólo deja de serlo en los espacios dedicados a la religión: mezquitas, iglesias, sinagogas, conventos, monasterios. Todo lo demás parece estar a la venta.
Es sorprendente cómo cohabitan esos dos mundos aparentemente opuestos sin molestarse demasiado, el de la fe y el de los negocios. Y es que acaso ambos operan de la misma forma, objetivando la necesidad humana de tener algo en qué apoyarse, un bien o una creencia, cualquier cosa que vista la desnudez de la vida. Material o espiritual, da lo mismo. Viendo eso se me antoja Jerusalén como la amalgama de un mundo en ciernes, el fantasma de las cosas por venir, un lugar siniestro en que la única forma de liberar la tensión del espíritu es comprando un souvenir.
Yo no compré ninguno, bien concentrado en mi terco afán por abstraerme de la verdad de una ciudad que entrega, si se quiere, un mensaje aterrador: en esto hemos convertido al mundo, en un trozo de pastel mal repartido en el que todos quieren un poco de la tajada del otro para clavar su orgullosa banderita en la cumbre mientras que el derrotado no es otro que la humanidad completa, enfrentada a un destino sombrío al que no le importan las pataletas de nuestros líderes y que ya se asoma a la vuelta de la esquina.
*GONZALO SCHMEISSER. Arquitecto y Magíster en Arquitectura del Paisaje. Ha participado en
diversos proyectos editoriales y publicaciones afines al quehacer arquitectónico y a la narrativa.
Es profesor en las escuelas de arquitectura de las universidades Católica y Diego Portales. Es,
además, fundador del sitio web de arquitectura, viaje y palabra www.landie.cl.