

Por_ Loreto Casanueva*
En medio de la pandemia, en mis pocas excursiones a la calle, me he preguntado si mis ojos, mi andar, mi ropa son lo suficientemente singulares. He saludado con entusiasmo a una desconocida, confundiéndola con una amiga. Confieso, además, que me he escabullido del encuentro con alguien que me resulta ingrato. La mascarilla es lo suficientemente aparatosa para falsear un rostro: al cubrir nuestras bocas, nos disfraza, nos camufla. Cada vez que salgo con ella puesta, me siento más bien enmascarada.

Mujeres usando mascarillas quirúrgicas en medio de la epidemia de Influenza, Brisbane, 1919. Imagen original de State Library of Queensland. Imagen digital provista por Rawpixel.
Aparentar
El teatro y el ritual han sido, desde antiguo, espacios de despliegue de la máscara. En Grecia, antes de integrarse a la indumentaria teatral, formaba parte de los ritos dedicados al dios Dionisos. Desde el siglo V a.C., la máscara o prósopon –aquello que se ponía “delante del rostro”– posibilitaba la metamorfosis temporal de un actor o coreuta en un nuevo ser. Era el recurso vestimentario más importante del teatro porque permitía la representación de todo tipo de roles, dioses, héroes, mujeres: recordemos que, en ese entonces, no existían las actrices. El prósopon, máscara que cubría toda la faz, contenía aberturas para ojos y boca, y se fabricaba con materiales ligeros y orgánicos como madera, corcho, cuero o lino, mientras que la peluca que llevaba adherida era elaborada a partir de cabello humano o animal. Su tamaño y peso facilitaba su portabilidad e investía a los personajes de mayor verosimilitud pero también de solemnidad, acorde al contexto político ateniense y a la finalidad didáctica del drama. Al parecer, la máscara teatral funcionaba también como una suerte de megáfono.

Grabado del Doctor Schnabel, publicado por Paul Fürst, c. 1656, Public Domain Review.
Durante la Edad Media, especialmente entre los siglos XII y XV, la máscara era una prenda fundamental en representaciones alegóricas de los siete pecados o personificaciones del diablo, dragones y otras bestias. Pese a su evidente precariedad, pues era confeccionada con papel maché, integraba todo un circuito de efectos especiales artesanales que conmovían, entretenían y moralizaban a una audiencia eminentemente cristiana, temerosa de irse al infierno después de morir. No podríamos imaginarnos nuestro actual Halloween sin ese antecedente.
Con toda seguridad, el Renacimiento fue la época de oro de las másca- ras teatrales, a la luz del surgimiento de la Commedia dell’arte en Italia, tradición que se nutría de las obras cómicas del mundo romano antiguo. Aunque podían utilizarse máscaras de rostro completo, eran habituales las de media cara o los antifaces, como los de los personajes Arlequín o Colombina.
La moretta, accesorio nacido en Francia hacia el siglo XVI y popularizado en Venecia, es una máscara que está a medio camino entre la fiesta y el disciplinamiento. De empleo estrictamente femenino, plana, aterciopelada y negra (‘morena’), tenía una forma ovalada que ocultaba toda la cara, dejando al descubierto solo los ojos. Por el reverso, llevaba un botón a la altura de la boca: su portadora debía morderlo para poder usarla. Así, la moretta no solo camuflaba sino también silenciaba. A veces, la mascarilla sanitaria se siente así.
Cuidar
Tras la devastadora peste negra que azotó a Europa y parte de Asia durante el siglo XIV, algunos doctores comenzaron a enfundarse de pies a cabeza con trajes que los protegían a sí mismos y los infectados, en especial hacia el siglo XVII, gracias al célebre diseño del físico francés Charles de Lorme. Su rasgo más característico era la máscara de tela con lentes incorporados y nariz con forma de pico de ave, que se rellenaba con especias, flores secas y hierbas aromáticas como menta, alcanfor y láudano, para repeler la fetidez y evitar la propagación de la enfermedad. La efigie del doctor de la peste, afín a las representaciones alegóricas de la Muerte, se volvió tan famosa que saltó de la medicina al Carnaval de Venecia.
Aunque las máscaras sanitarias han cumplido varios centenios de empleo quirúrgico y también industrial, su uso en el espacio público se remonta a poco más de 100 años, con la Gripe española de 1918. Desde entonces, su factura y materialidades se han sofisticado enormemente y este 2020 es un arma de protección imprescindible, obligatoria, universal. Muchos han decidido customizar sus mascarillas, volviéndolas una prenda que combine con el estilo vestimentario de quien la porta o, como sucede con algunas pañoletas, se ha convertido incluso en un lienzo político. No es casual que algunas sean llamadas escudos faciales.

Giovanni Domenico Tiepolo, «A Dance in the Country», c. 1755, The Metropolitan Museum of Art, Nueva York. Al medio de la escena, puede observarse a una mujer portando una moretta.
*LORETO CASANUEVA es profesora adjunta de literatura universal en las universidades Finis Terrae y Andrés Bello, y doctoranda en Filosofía, mención Estética y Teoría del Arte de la Universidad de Chile. Es fundadora y editora del Centro de Estudios de Cosas Lindas e Inútiles (CECLI), plataforma dedicada a la investigación y difusión de la cultura material.