

La creencia heroica en una idea superior a las circunstancias adversas de la vida no requiere de una institución que monopolice esos gestos. Los podemos admirar también en el cine.
Por_ Vera-Meiggs
La Iglesia Católica no tiene la exclusividad de santos y mártires, pero ha sabido tradicionalmente hacer buen uso de su ejemplo para alimentar la fe y, digámoslo con sinceridad, para engrosar también las arcas institucionales cuando ha sido necesario. Casi siempre lo ha sido, pero eso no ha disminuido el valor de ciertas conductas heroicas cuyo ejemplo puede permanecer por siglos en la memoria colectiva.
Amplia universalidad y notoria antigüedad posee el sacrificio ritual de un individuo en beneficio de su comunidad. Un afamado investigador definía el mito como la justificación de un crimen. El pobre de Abel conoce infinitas variantes en todos los continentes. Semana Santa nos recuerda esa ritualidad arcana, primitiva, violenta, pero necesariamente conmovedora y que nutre nuestras fibras morales más profundas, seamos creyentes o no.

«Al azar Balthasar» (1966) de Robert Bresson
Las damas primero
«La pasión de Juana de Arco» (1928), de Carl Theodor Dreyer, después de noventa años de su estreno sigue conservando toda su fuerza espiritual y política. Este último aspecto fue muy conflictivo en su momento y lo seguiría siendo. Además, la figura de la santa francesa fue tan discutida que se necesitaron casi cinco siglos para que el Vaticano la canonizara. El último gran monumento del cine mudo, íntegramente construido por incisivos primeros planos y con un montaje de filuda precisión. Puede que la actuación de María Falconetti sea la de mayor intensidad en toda la historia del cine. Una obra maestra que no ha disuadido otros numerosos intentos de contar la misma historia. El más original es el que hizo Roberto Rossellini sobre el oratorio del poeta Paul Claudel con música de Arthur Honegger, (1954), «Juana de Arco en la hoguera», con su entonces esposa Ingrid Bergman.

«Ifigenia» (1977)
Entre las acusaciones que recibió santa Juana fue la de vestirse de hombre. Sacrificar a las mujeres ha sido vieja costumbre de la cultura machista. Es probable que en la etapa previa, la matriarcal, haya sido a la inversa, pero no existe mucha memoria de ello. Un caso de sacrificio ritual arcaico lo presenta la tragedia de Eurípides «Ifigenia en Aulis», cuya versión cinematográfica se debe a la oficiosa y teatral mano de Michael Cacoyannis. «Ifigenia» (1977) es la historia de la hija de Agamenón y Clitemnestra que debe ser sacrificada a Artemisa para que la diosa devuelva el viento que las naves necesitan para iniciar la guerra de Troya. La parte fuerte se la lleva la gran Irene Papas en el rol de Clitemnestra, pero también resulta inolvidable la adolescente protagonista Tatiana Papamoskou. Según una leyenda muy difundida, de la que se hace eco Eurípides, Ifigenia es salvada por la diosa para conservarla como sacerdotisa de un templo en que se sacrifican, como contrapartida, hombres extranjeros.
En el cine del gran maestro japonés Kenji Mizoguchi (1898-1956) el sacrificio femenino es casi una constante. Las suyas son tristes historias de mujeres cuyas luchas siempre benefician a hombres que no lo merecen. Un ejemplo entre una surtida filmografía: «El intendente Sansho» (1954). Zushio y Anju son hermanos de noble origen que han sido vendidos como esclavos al tiránico Sansho, de cuyos dominios es casi imposible escapar. Anju, la hermana menor, entiende en un momento que sólo uno de los dos podrá huir y ayuda a su hermano y luego, para evitar la tortura, se ahoga en un lago. Pero sólo es la mitad de la película, la otra mitad está dedicada a los esfuerzos del hermano por encontrar a su madre paralítica y ciega. Melodrama, sí, pero de la más alta categoría.

«Becket», de Peter Glenville (1964)
Los demás
Los reyes ingleses han proveído de un par de mártires famosos al santoral católico. En ambos casos la ambición política atropella los derechos del individuo y éste reacciona apelando a su conciencia para señalar al rey que su humanidad debe obediencia a Dios en primer lugar. Pero el peso de la corona, se sabe, enturbia el discernimiento y tal conflicto ha sido llevado primero al escenario y luego a la pantalla con éxito. «Becket» (Peter Glenville, 1964) fue un texto del francés Jean Anouilh, que en su versión británica hizo brillar a Peter O’Toole como Enrique II Plantagenet, y a Richard Burton como su amigo Thomas Becket, al que en un arrebato de entusiasmo nombra obispo de Canterbury, creándose un problema para someter a la iglesia a su arbitrio. Con todas las convenciones de una costosa producción, la película rinde justicia a la fama de su drama y de su buen reparto.
Elegancia y sobriedad de estilo caracterizan «Un hombre de dos reinos» (Fred Zinnemann, 1966), adaptación del drama de Robert Bolt sobre el martirio de Santo Tomás Moro, brillante humanista y canciller del reino, que supo oponerse a la voluntad de Enrique VIII en su intento de divorcio y posterior Brexit religioso de Roma. Dechado de virtudes cinematográficas, debidamente premiada con seis Oscar, la película es tal vez un poco verbosa, pero sigue siendo ejemplar ilustración del tránsito de una conciencia superior. Excelente actuación de Paul Scofield.

«El intendente Sansho» (1954), de Kenji Mizoguchi.
San Ginés (siglo III) es el santo mártir patrono de los actores. Según cuenta la leyenda, fue contratado para suplantar a un notable que debía públicamente jurar fidelidad a los dioses, pero Ginés se tomó en serio su rol y se hizo bautizar. Curiosamente su historia no ha tenido mucha difusión escénica, pero en el cine ha habido un par de versiones que lo aluden. «El general della Rovere» (Roberto Rossellini, 1959) narra la historia real de un sinvergüenza que durante la Segunda Guerra obtiene dinero para el juego con los métodos más abyectos, aprovechándose de los detenidos políticos y sus familias y también de los oficiales alemanes. Pero será descubierto y eso le permitirá descubrirse a sí mismo adoptando la identidad de un noble condenado a muerte. Brillante actuación de Vittorio de Sica. León de Oro en Venecia, ex aequo con «La gran guerra», de Mario Monicelli, con la que tiene más de un punto en común. La otra película que alude a San Ginés es la muy japonesa «Kagemusha» (1980), de Akira Kurosawa.

«Una vida oculta», la nueva película de Terrence Malick
¿Sólo los humanos podemos ser mártires? ¿Los animales no pueden serlo cuando son incapaces de traicionar su propia naturaleza? Es el problema que plantea «Al azar Balthasar» (1966), de Robert Bresson, uno de esos maestros del cine que dedicó sus mayores esfuerzos a filmar el alma. Pero Balthasar es un burro que carga sobre sí los errores de sus amos y poco puede hacer para evitarlo. Finalmente su sacrificio hará evidencia sobre las culpas humanas. «El código Enigma» (Morten Tyldum, 2017) presenta un conflicto parecido, aunque el tema del martirio sea a fin de cuentas secundario en la trama. Alan Turing (1912-1954) luchará por Gran Bretaña durante la guerra, salvará la vida de catorce millones de seres humanos, sentará las bases de la computación moderna y su país lo condenará por homosexual. ¿Tenía él la posibilidad de negar su más íntima naturaleza? La época pensaba que sí y lo martirizaron con inyecciones hormonales que lo condujeron al suicidio. Recién en su centenario Isabel II lo rehabilitó.
Otro mártir reciente es el muy anónimo Franz Jägerstätter (1907-1943), a quien está dedicada «Una vida oculta», la nueva película de Terrence Malick, que durante más de tres horas, de innegable belleza e intensidad, nos presenta el martirio de este campesino austríaco que intenta ser reconocido como un objetor de conciencia durante el nazismo. Fue beatificado por Benedicto XVI.