

La canción se transforma en otro tipo de artefacto a través de las propuestas de cuatro compositoras instaladas en los márgenes de la música. Desde la electrónica, el jazz, la improvisación y la música clásica todas llegan a un punto en común, una narrativa personal que insta al auditor a detenerse frente a la obra.
Por_ Antonio Voland
Hola Papá
El caset del futuro
No es su padre –el intrépido periodista Sergio Mardones– a quien se convoca en este nombre musical tan peculiar. Hola Papá era una banda que Valentina Mardones (1989) tuvo durante su adolescencia en el liceo Manuel de Salas y que hoy recupera como gesto de memoria, pero también como proyección de una obra. Como Hola Papá ella rompió este año cierta lógica de lo que se entendía como música electrónica: obtuvo el premio Pulsar en ese mismo apartado por una propuesta atrevida con el disco homónimo «Hola Papá».
Si se trata de atrevimientos, Valentina Mardones también publicó este trabajo contra toda lógica. En tiempos en que la música se distribuye y se consume a través de dispositivos electrónicos, Hola Papá fue editado por el sello Medio Oriente en un caset. “Es súper común que se esté editando música electrónica en formatos de cinta, a la antigua. No es algo contradictorio: el sonido que se logra es muy distinto a lo digital y es interesante de apreciar en cinta”, dice la compositora, productora y experimentadora, quien tiene un pasado como cantante en agrupaciones tan rompedoras como MediaBanda. “Llegué allí por una audición, cuando ellos estaban buscando reemplazar a una cantante que se había ido. Cuando improvisé con la voz, les llamó la atención y quedé. Estuve por cuatro años en MediaBanda, un proyecto de gran intensidad”, rememora sobre ese período. Su voz se puede escuchar allí en el disco «Bombas en el aire».
Pero su proyecto solista fue derivando cada vez más hacia la música en completa soledad. “Pensaba invitar a otros músicos para que me acompañaran. Me di cuenta de que podía hacerlo todo sola. Tenía las máquinas, podía samplear cosas, tocar algo y otra cosa tirarla por sampler”, afirma. En ese disco se mezclan el ambient con el noise, la melodía pop cantada y el uso de dispositivos. “Me han dicho que tiene pasajes de IDM (lo que se entiende como intelligent dance music)”, refiere.
La vida musical de Valentina Mardones no tiene respiro: apenas un mes después de ganar el Pulsar con el caset del futuro, lanzó otro disco, esta vez con el sello Pueblo Nuevo, una serie de improvisaciones electrónicas reunidas en «Too far with my crazy loser girl». Las cosas no terminan ahí ni mucho menos pues Mardones ya está elaborando el que será un tercer trabajo propio, esta vez en el campo del rap.

Foto: Darinka Osorio
Ramona Estrella
Desaparecer por completo y reaparecer
Su vida en Australia comenzó dos semanas antes del estallido social de octubre. En el lapso que transcurrió desde entonces, los acontecimientos se han desencadenado a toda velocidad para Bernardita Fiorentino (1993). Partiendo por la decisión de cambiarse el nombre al de Ramona Estrella. “De verdad me cambié el nombre. La gente ya me dice Ramona”, subraya desde Melbourne, con catorce horas de diferencia.
Llegó a ese país en busca de aventuras de vida. Trabajó en el empaque de una fábrica en Tazmania. “Allí vi al demonio: era mi jefe. Entonces me fui a una granja orgánica como temporera y terminé como manager. Luego nos atacó el virus y nos echaron a todos. Volví a Melbourne pero no había trabajo. Estoy ahora en un vivero. Me saco la cresta plantando literalmente mil plantas al día. Estoy explorando la vida no más. Pronto quiero estudiar danza y hacer performance. Vivo al límite en la aventura”, describe, también, a toda velocidad.
En lo musical el rumbo cambió igualmente desde que ella había invertido su energía en el estudio del jazz y la voz.
Como Ramona Estrella, hoy está presentando el primer disco de una trilogía donde interpreta el personaje de An Go. «Despacia I: dolor» exhibe su proyecto para un pop experimental, con matices psicodélicos y de dream pop, en una grabación donde ella está rodeada de intérpretes chilenos de jazz: Claudio Rubio (saxofón), Cristóbal Menares (bajo) y Matías Mardones (batería), quien además es el hermano mayor de Valentina Mardones (ver Hola Papá).
“Estas canciones relatan la historia de An Go. Son letras que hablan de procesos emocionales muy personales de una manera abstracta y profunda. Se trata mucho de explorar la naturaleza humana y los procesos de crecimiento”, describe Ramona Estrella, quien poco antes de viajar a Australia dejó también uno de los discos más llamativos del último tiempo: una experimentación sobre la voz, el vibráfono y la electrónica, junto al vibrafonista Diego Urbano, con quien aparecía en sus conciertos a dúo, incluso vistiendo pijamas. Ese disco tan simbólico visto desde estos tiempos, se tituló «Cómo suspender su incredulidad desapareciendo por completo».

Foto: Luciano Rubio
I.O.
Un punto de confluencias
La pandemia sorprendió este otoño a Isidora O’Ryan (1987) en pleno proceso de lanzamiento de su primer disco. Como todo el país, ella inició un aislamiento obligatorio y debió suspender los planes de estreno de uno de los discos más interesantes de esta temporada. “Tocamos a distancia convocados por Matucana 100 desde mi casa, con mi hermano músico Pablo O’Ryan. Se montó el escenario de manera muy simple y presentamos por primera vez estas canciones que nacieron en Quito, donde estuve viviendo un tiempo, y se concretaron en Santiago con los productores Andrés Abarzúa y Jim Hast”, dice Isidora, otra compositora situada en las fronteras de la música. Se presenta nada más que con las iniciales I.O. con canciones que crecen a cada escucha de «Ciénaga», un disco editado por el sello 11:11.
Si algo describe la figura de O’Ryan es el chelo, su instrumento principal. “Comencé a estudiarlo tarde, a los 19 años, en la Universidad de Chile. Eso trajo desventajas pero también ventajas. Indudablemente no iba a ser una chelista virtuosa. Sin embargo, esas limitaciones me permitieron plantearme de otra manera frente a la interpretación. La música para chelo está compuesta por genios para que la toquen prodigios. A esa edad yo ya tenía muchas otras motivaciones musicales que sólo tocar el concierto de Elgar”, dice. Si bien tuvo actividad en el circuito de la música camerística, también se le vio sistemáticamente en Piso 3, un espacio dedicado a la música improvisada.
“Tocaba además con el grupo Los Tristes, que era más folk. Eso me alentó a hacer una música autoral. Yo armaba maquetas con el chelo y algunos equipos en Ecuador y las mandaba a los productores en Chile. De a poco se fue haciendo «Ciénaga»”, apunta. El material se constituye de un repertorio especial que convierte la canción como la entendemos en un artefacto completamente diferente. “Yo vengo de la música clásica. Quería que ese sonido del chelo fuera un elemento que uniera mundos y los entrelazara: el mundo de la electrónica, con sus sonidos, sintetizadores y secuenciadores, y el mundo orgánico de la música, el pop, el canto, los sonidos acústicos. Pero nada es tan acústico aquí, todo está en una vuelta de más: el chelo procesado, las voces armonizadas con efectos. Y literariamente es un disco muy nostálgico, porque yo estaba entonces muy nostálgica. Tuve las penas más grandes de mi vida, que espero sean las últimas. Son canciones que están bien cargadas de tristeza”, cierra.

Rodrigo Vázquez
Amanda Irarrázabal
Profundidades y antiperfección
Luego de todos los recorridos que realizó por las músicas de vanguardias desde que comenzó a tocar el contrabajo a comienzos de este siglo, su última detención parece cerrar esa larga etapa de experimentación. Amanda Irarrázabal (1982) exhibe una muy abundante discografía, con álbumes publicados uno tras otro desde 2013, en un ejercicio por dejar registrados momentos únicos. Por algo se ha definido mayormente como improvisadora: ahí donde la música es resultado del aquí y el ahora. Fueron discos casi siempre en colaboraciones con otros improvisadores: el guitarrista chileno Ramiro Molina y una gran cantidad de músicos argentinos con los que ella se vinculó desde que llegó a Buenos Aires en 2008 para estudiar contrabajo y composición. Pero hoy está presentando el disco «Caudal», el más personal de los nueve que ha publicado. Fue grabado en México.
“Llegué a Ciudad de México hace un par de años después de unos viajes que hice para tocar allá. Me encantó el ambiente que se daba en torno a la música. Me contacté con los músicos de la escena de la improvisación libre. Este trabajo tiene mucho de eso y de otras cosas. Se trata de canciones, pero canciones bastante especiales. No siento que encajen para nada en el lenguaje de la melodía. Son canciones experimentales donde estoy completamente sola en ese camino”, dice Irarrázabal sobre el repertorio que lanzó este invierno: once piezas para voz, sintetizadores analógicos y, por supuesto, el contrabajo. En algunos momentos sólo ese sonido de profundidades es el que termina definiendo la música.
“Juego mucho con la tímbrica y las palabras. Yo no tengo una voz entrenada para cantar si bien la he utilizado desde siempre como un recurso más cuando hago improvisación libre. Hay sonido y hay ruido. Y todo el disco es muy crudo. Me gusta utilizar esa crudeza. No busco la perfección ni en el canto ni en el sonido. Eso fue una decisión estética: yo lo quería así”, completa.
Portada: Valentina Mardones/ Foto: Roberta Von