

El streaming triunfó en un mundo de salas cerradas, producciones detenidas y reflexiones sobre la experiencia colectiva. Un repaso personal por un 2020 que nos llevó a ver películas compulsivamente y pensar en la muerte.
Por_ Andrés Nazarala R
1.
Casi lo primero que hice cuando el covid-19 dejó de ser un rumor lejano para instalarse en nuestras vidas fue pensar en cine. No es que sea un tipo obsesionado con los rumbos de la imagen en movimiento o, aún peor, uno de esos intelectuales aburridos y desalmados que privilegian la reflexión cultural a los asuntos urgentes sino que simplemente sabía que, pase lo que pase, terminaría refugiándome en la pantalla de mi computador para sobrellevar una larga pausa existencial, con la esperanza de que, probablemente, esas experiencias me ayudarían a acortar el tiempo de reclusión y esquivar la realidad incierta que se nos venía encima.
Mi estrategia de sobrevivencia consistió inicialmente en ver todas las temporadas de la serie «Curb Your Enthusiasm», en HBO. Sí, Larry David iluminó mis primeros días de cuarentena hasta que el show llegó a su fin (fagocité las diez temporadas con velocidad compulsiva) y comprendí que la comedia ya no era un escapismo seguro. El sano arte de evadir las noticias se convirtió en una proeza imposible. No
era necesario encender el televisor para comprenderlo. Los ecos de las sirenas de las ambulancias, esas amenazas sonoras que se filtraban por mi ventana, pasaron a ser señales constantes de que la opción escapista no sería viable. Entonces decidí enfrentar la plaga y confié en que el cine sería capaz de decirme algo sobre lo que estábamos viviendo. Volví a ciertos autores fundamentales, como si el estilo trascendental del que alguna vez escribió el crítico y cineasta Paul Schrader fuese una vacuna certificada. Carl Theodor Dreyer me advirtió sobre la posibilidad de los milagros al margen de los dogmas y Robert Bresson sobre la luz que sigue al martirio. Nadie me dijo, sin embargo, que el virus operaría también a nivel mental, que terminaría por resignificar todas nuestras experiencias audiovisuales, que cualquier escena de muchedumbre me llevaría a advertir la falta de distanciamiento social entre los personajes, que los momentos de hospital cobrarían una amargura adicional y los besos parecerían como sacados de una película de ciencia ficción. No había duda. Estábamos contagiados.
2.
El afán cinéfilo me llevó a descubrir las catacumbas secretas del séptimo arte en la era virtual. ¿Quiénes subían esos títulos olvidados a cambio de nada? De pronto, tuve una súbita esperanza en la humanidad. “Algunos piratas son como ángeles”, pensé siúticamente, encendido por haberme encontrado con todo un continente de títulos, rarezas y colecciones, incluso con comunidades cerradas a las que sólo se puede ingresar con contraseñas.
Pronto el fervor devino angustia. ¿Puede «El espejo» de Andréi Tarkovski ser vista en una pantalla de computador? Ese cuestionamiento llevó a uno más directo: ¿volveremos a las salas? Rápidamente entendí que la mía no era una duda original.Todos se estaban haciendo la misma pregunta desde sus propios escondites. Algunos -o, digamos, muchos– no dudaron en manifestar su optimismo ante las nuevas pantallas. Las cifras comenzaron a favorecer a plataformas como Netflix. Los medios alabaron al streaming como si fuese un nuevo tótem. Los números de consumo inclinaron la balanza hacia lo digital. A raíz del éxito de Ondamedia se constató de que nadie nunca vio tanto cine chileno como en pandemia. Un virus proveniente de China resolvió de golpe la profunda crisis de audiencia de la cinematografía nacional.
No todos celebrábamos. “El cine nos ha vuelto melodramáticos”, me dijo un amigo que empezó a soñar con salas abandonadas y pantallas cubiertas por malezas. Al igual que él, yo me cerré a la modernidad como un talibán del celuloide. Volví a «La última película» (Peter Bogdanovich, 1971) y a «Goodbye, Dragon Inn» (Tsai Ming-liang, 2003), dos obras maestras sobre el fin del cine. A esa altura, con barba frondosa y pijama irremplazable, parecía un ermitaño aferrado a un mundo en extinción. No sospechaba que en los meses venideros terminaría comentando series, programando un festival de cine online y afeitándome para participar en diálogos por Zoom.
En el último de estos encuentros, acontecido en noviembre en el marco del FICVIña, el cineasta uruguayo Federico Veiroj («Acné», «La vida útil») puso algo de sensatez frente a la dicotomía entre lo digital y lo presencial. “Imagina que uno estuvo de novio y tuvo que dejar esa relación por un problema”, reflexionó. “Y alguien te pregunta ‘¿vas a tener novia de vuelta?’. El tema no es tener pareja de vuelta sino que querer sentir lo que es eso. Está en tus manos. No sé qué va a pasar en concreto con el cine. Lo que sí siento es que aquel que quiera sentir emociones de una manera determinada va a ir al cine y el que se conforma de otra manera se va a conformar de otra manera. Si tenés ganas de tener una pareja lo vas a poder hacer”.
3.
De pronto volvieron los autocines, lo que me hizo pensar en el cine como una gran memoria artificial colectiva. Nunca vi una película desde un auto y, sin embargo, nos enfrentamos a esa “iniciativa nostálgica” como si fuese un recuerdo propio. En mi caso, uno algo inquietante. En mi cabeza descansa «American Graffiti» (George Lucas, 1973) pero también «Targets» (Peter Bogdanovich, 1968), esa película producida por Roger Corman sobre un psicópata que se pone a disparar en una autopista hasta que llega a un autocine y, escondido detrás del telón, descarga su revolver apuntando hacia los autos al azar. No hay nada más siniestro que la idea de balas eyectadas desde una pantalla.
Como filme proyectado, Bogdanovich elige «The Terror» (1963), una cinta de horror protagonizada por Boris Karloff, con el fin de contrastar el mal fílmico con el real. De eso se trató para muchos el ejercicio de contraponer el año pandémico a las supuestas profecías cinematográficas que existen desde hace décadas, ver hasta qué punto la distopía imaginada se aproxima a la real. Stephen King comenzó a tener más figuración que nunca en medios y redes sociales. «Contagio» (Steven Soderbergh, 2011) volvió del olvido. Fue vista por muchos como una obra profética aunque lo único que hizo fue documentarse bien para retratar la pandemia del H1N1, más conocida como gripe porcina. Los virus, después de todo, se parecen entre sí. De la misma manera en que Donald Trump calza con la imagen de villano autoritario que suele divulgar el cine sobre pesadillas reales y las calles vacías de «Exterminio» (Danny Boyle, 2002) se alinearon con las desoladas postales del mundo que difundían los noticieros.
La realidad no superó a la ficción (aún no aparece un virus que nos transforme en zombis) pero se aproximó bastante a ciertas profecías del cine. La diferencia es que ésas terminan cuando baja el telón y la humanidad no encuentra aún la forma de terminar con esta función.
4.
En tiempos de, digamos, Cecil B. DeMille, hubiese sido imposible filmar desde el encierro. Hoy, sin embargo, con una cámara y un computador se puede hacer una película. No pasó mucho tiempo para que comenzaran a aparecer cortometrajes sobre el coronavirus, experiencias caseras que quedarán como ejercicios de una época. Hablamos de las obras urgentes e inmediatas; no de la avalancha de pro- ducciones sobre el covid-19 que se nos vendrá encima el 2021.
En abril, el gran Roger Corman hizo un llamado a tomar una cámara o un celular con el fin de realizar cortometrajes para lo que bautizó como Festival de Cine en Cuarentena. La productora Fábula estuvo detrás de «Hecho en casa» (Netflix), compuesto de cortos realizados por 17 cineastas. Y Mubi estrenó dos cortometrajes interesantes: «Strasbourg 1518», de Jonathan Glazer, consistente en coreografías grabadas en livings y habitaciones con la inspiración de una epidemia que, en el año 1518, hizo que la gente no pudiera dejar de bailar descontroladamente en las calles de Estrasburgo. E «In my Room», de la directora franco-senegalesa Mati Diop, quien evoca, desde su confinamiento, a su abuela recientemente fallecida.
“¿Sabés cuántos pelotudos van a hacer películas sobre la pandemia?”. La pregunta retórica me la hizo por teléfono el cineasta de culto argentino Raúl Perrone un día de abril. Él siguió trabajando como si nada pasara, con la diferencia de que nunca salió de su casa. Tomó imágenes que tenía en su disco duro desde hace más de una década y con ellas armó una película titulada «Algunxs pibxs». Luego contactó a un par de adolescentes y les pidió que se grabaran con sus celulares mientras andaban en skate, fumaban marihuana y conversaban sobre «El hombre araña». Los dirigió por What’sApp. Así construyó «4TRO V3INT3». Son cintas experimentales hechas en cuarentena que ignoran el contexto pandémico. Ambas obras se estrenaron en octubre en la edición online del festival Doc Buenos Aires.
5.
“La pandemia nos devolvió a un estado de memoria y recuerdos”, observó la gran cineasta argentina Albertina Carri en una clase magistral que ofreció en noviembre en el contexto de FICViña. Las redes sociales corroboraron la idea. Fotografías de infancia, postales familiares y recuerdos sugeridos por Facebook son algunas de las señales de un fenómeno que probablemente tiene que ver con que el coronavirus nos enfrentó inevitablemente a la idea de la muerte. El encierro nos llevó al revisionismo, transformó nuestras historias en películas que podemos repasar aprovechando el clima emocional de los tiempos. Las estrategias de Netflix de captar espectadores remitiendo a la nostalgia triunfó por completo. Los visionados online alcanzaron la gloria en un año sin cines. Un amigo conspiranoico me dijo en un momento que creía que el virus fue creado por las compañías de streaming para terminar de aniquilar al cine como lo conocíamos. La tercera guerra mundial será por las pantallas.
Quien tuvo que pelear en contra de las circunstancias es Christopher Nolan, quien estrenó «Tenet», uno de sus largometrajes más caros y ambiciosos, en las ciudades que no cerraron salas. No le fue mal pero la pandemia terminó arruinando la fiesta de un blockbuster que aspiraba a marcar récords. Los riesgos de la ambición desmedida.
Seamos majaderos con la pregunta. ¿Volverán los cines? Por ahora tendremos que conformarnos con una apertura marcada por protocolos. Debo confesar que para un neurótico como yo el plan parece atractivo. Me tienta la idea de una butaca alejada de brazos colindantes y ruidos de popcorn. Aunque, por otra parte, sé que el cine es una experiencia colectiva que no amenaza la intimidad individual. Esa extraña paradoja lo vuelve fascinante. El cine es una siesta colectiva, un sueño compartido en medio de la oscuridad.