

En una esquina anónima de un barrio silencioso aparece súbita e insospechadamente un edificio de una arquitectura tan ajena a nuestra cultura que resulta imposible de ignorar. Torreones, balaustras, arcos apuntados y vitrales anuncian la presencia de un trozo de
la Europa medieval en medio de un barrio suburbano y muy propio de la clase media santiaguina. Es el Castillo Sermini, una perla cuya existencia sólo es posible de entender en una ciudad profundamente mestiza y diversa como la nuestra.
Texto y fotos_ Gonzalo Schmeisser*
La calle no avisa, uno se lo encuentra de repente en una esquina común y corriente; una más en el entramado de un barrio que hasta hace poco tenía mucho más de decadente que de chic. El corazón de la Providencia más antigua es así: guarda sus tesoros sólo para quienes se atrevan a internarse sin esperar mucho, pero con la fina certeza de que entre medio de las mezclas aparecerá algún pedacito de la historia con la que Santiago ha sido mezquina. Y así mismo, caminando con esa esperanza, uno puede toparse con alguna refrescante recompensa. Eso ocurre aquí. En esta esquina, como si fuera el eslabón perdido de una ciudad anterior, se levanta un castillo de verdad, con torre y todo.
Nadie ni en sus más remotos sueños piensa encontrarse con un castillo en medio de una ciudad latinoamericana, menos aún en una ciudad como Santiago que fue modelada por los españoles con barro, paja y tierra y, en el mejor de los casos, piedra. Santiago, tan bien dis- puesta, peinada y ordenada como escolar a las ocho de la mañana listo para cantar el himno. Una ciudad que no conoció ni de lejos lo que fue el feudalismo, cuando Europa se peleaba entre sí a punta de lanza y es- cudo por la tierra y por quien construía la fortaleza más suntuosa, con la torre más alta y el noble con más títulos. Especialmente ingleses, alemanes y franceses. Mientras tanto aquí, en una dimensión paralela, el Pueblo Picunche saludaba al sol, enterraba a sus muertos en las riberas del Mapocho y procuraba cuidar sus cultivos de los zorros que bajaban de la cordillera.
De allá, de ese tiempo-espacio son los castillos, no del aquí ni del ahora. Y no de este lado del mundo desde luego. Entonces qué hace uno en medio de una comuna como Providencia –una de las últimas en tomar forma urbana en el Santiago moderno– puesto ahí en una esquina anónima, frente a un café, a un almacén, a un cité y una pequeña plaza con fuente de agua, compartiendo cuadra y barrio con los decadentes, saturados y aceitosos talleres mecánicos.

Entre sus añosos muros se conservan aún las escaleras con baranda de fierro forjado, vitrales, faroles de gas y pisos de madera nativa.
Pronto averiguo que debe su nombre a una congregación religiosa, tal vez la más importante y la que más le ha dejado al mundo nuevo, tan expulsada de todas partes por algunos reaccionarios de la fe de que es difícil explicar por qué siguen en ella. Tal vez es esa convicción de los jesuitas lo que hace que esta extraña maravilla arquitectónica siga en pie en medio de un barrio en mutación, resistiendo el asedio de las odiosas compraventas automotrices, que no tendrían ningún escrúpulo en colgar letreros de neón, tapar la fachada con una celosía de aluminio y desplegar largos techos de zinc para guarecer sus autos.
Ahí está, regalada al paseante como un gesto noble de una ciudad a la que muchas veces le cuesta la bondad. Y aunque no pude entrar ni pidiendo por favor –menos en estado de pandemia– basta con pararse afuera o sentarse en una mesita del café contiguo para dialogar con sus formas eclécticas, sus tres pisos desplazados, sus ventanas de arcos apuntados, su alto foyer de acceso y su torreón como para vigilar el paisaje de un Santiago que era todavía amable con las perspectivas. Un monumento a la originalidad estilística, que se levanta esbelta y orgullosa en su estilo un poco medieval, un poco gótico y un poco de todo.
Supe después que fue la casa de un potentado industrial de textiles, Anselmo Sermini, dueño de una famosa hilandería que aún está en pie, justo al lado, donde se hacían los hilos para las zapaterías y fábricas de telas que poblaban las cuadras del barrio. El mismísimo millonario la diseñó y mandó a construir en 1936 para sí mismo y su familia, con el fin de estar tan cerca de su fábrica como del resto de las industrias que animaron al barrio con ruido de máquinas durante los albores del siglo XX, suburbio que bullía de industriosos italianos haciendo de todo; algunos que llegarían a ser muy famosos después como los Fantuzzi y los Lucchetti. Los de las ollas y los de los de los tallarines respectivamente.
Un tesoro escondido
Supe también que entre sus añosos muros de ladrillo estucado con brillo de arena se conservan aún las bien dispuestas escaleras con baranda de fierro forjado, vitrales, faroles de gas, pisos de madera nativa. Todo un lujo excéntrico que se pudo permitir sólo alguien con ventajas comparativas inmejorables con respecto a un Santiago que permanecía aún peleando contra la pestilencia, la inmundicia y el hacinamiento de las barriadas populares heredadas del siglo anterior y que eran todavía un dolor de cabeza para urbanistas importados como el alemán Karl Brunner.
Pero el esplendor italiano –como todo en la vida– pronto iba a decaer y la empresa familiar de los Sermini tuvo que cerrar en 1961. La casona se hundió –como buena parte del barrio– en una larga decadencia que no tuvo un destino trágico por apenas milímetros, por cosas inexplicables tal vez propiciadas por los procesos de movilidad socio- urbana que los expertos a veces intentan explicar sin mucho éxito.
Tal vez haya sido el siglo XXI con sus ansias renovadoras y el recambio generacional que sufrió el barrio: el asunto es que la orgullosa casona no se demolió por la acción de vecinos que valientemente se negaron a ver aparecer esas desangeladas y uniformes torres de de- partamentos que venían (y siguen viniendo) en avance por todos los flancos. La casa quedó ahí, en compás de espera, hasta que el gobierno municipal de Josefa Errázuriz (quien estuvo a cargo de la municipalidad entre el 2012 y el 2016) la compró a la sucesión familiar y dispuso los recursos para reconvertirla en centro cultural, aunque hasta el día de hoy nada de eso se ha concretado.
El Castillo Sermini todavía espera ser reabierto y, aunque el tiempo real siempre es distinto al de las promesas y nadie contaba con los sucesos que fueron torciendo las intenciones, la casa pronto debiera estar operativa y entregada a la ciudadanía. Habrá en ella un museo de barrio, un espacio para exposiciones, una cafetería y un espacio de co-working para emprendedores. Todo un mundo nuevo que ni el mismísimo señor Sermini pudo imaginarse cuando mandó a construir su capricho medieval en medio de un tiempo y un lugar imaginarios, una joya de la arquitectura en medio de su propio reino suburbano.
*GONZALO SCHMEISSER. Arquitecto y Magíster en Arquitectura del Paisaje. Ha participado en diversos proyectos editoriales y publicaciones afines al quehacer arquitectónico y a la narrativa. Es profesor en la escuela de arquitectura de la Universidad Diego Portales. Es, además, fundador del sitio web de arquitectura, viaje y palabra www.landie.cl.