

Por primera vez una muestra del artista, fuera de Estados Unidos, logra reunir 65 obras producidas entre 1909 y 1965, un repaso por el trabajo de un hombre que le dio inmensidad al encierro y que refrescó para siempre la mirada sobre el paisaje. En esta retrospectiva, organizada por la fundación Beyeler en Basilea, también está el tributo que el cine le rinde al padre del llamado Realismo Americano.
Por_ Alfredo López J.
Fotos: Fundación Beyeler
“No tengo mucho que hablar, todo está en mis telas”, decía Edward Hopper cada vez que le preguntaban por ese carácter reflexivo, entre la nostalgia y la claustrofobia, que imprimía en cada uno de sus cuadros. Retraído, callado y posiblemente hasta un poco tímido, nació en 1882 bajo la protección de una familia burguesa en Nyack, una localidad a orillas del río Hudson. Sus padres alimentaron sus inquietudes artísticas y siempre vieron como algo natural que se matriculara en la Escuela de Arte de Nueva York, donde coincidió con figuras como Guy Péne du Bois, Rockwell Kent o Eugene Speicher.

«Square Rock», Ogunquit, 1914 Oil on canvas, 61.8 x 74.3 cm Whitney Museum of American Art, New York, Josephine N. Hopper Bequest © Heirs of Josephine Hopper / 2019, ProLitteris, Zurich Photo: © 2019. Digital image Whitney Museum of American Art / Licensed by Scala
En ese camino, el rol del pintor Robert Henri fue fundamental para determinar cuáles serían sus siguientes pasos. Más que su amigo, fue el maestro que le abrió las puertas para liberarse de las pesadas normas académicas que hasta entonces imperaban en el oficio. Esa libertad, sin embargo, era para Hopper un espacio que estaba limitado a los paisajes y a los personajes que cohabitaban en sus telas, un espacio sagrado donde dejaba que la luz y los colores fluyeran sin freno para representar algo nunca antes visto: el canto de la soledad, aquel que encerraba un misterio tan grande como el horizonte, un lugar donde los espacios se abrían infinitamente en gestos humanos tan sutiles como una mirada, la posición de las manos o una postura corporal entre la espera y la resignación.
Inseguro no era, pero sí tomaba distancia de las cosas. Poco le gustaba opinar de política y estaba convencido de que su trabajo hablaba por sí mismo. Se empleó por unos años en una agencia de publicidad, perfeccionó su técnica a través de cursos por correspondencia para eludir los tumultos de personas que lo agobiaban y, finalmente, en 1906 viajó a Europa. Un periplo que lo llevó a París, Londres, Berlín y Bruselas para percibir por primera vez que se sentía muy cercano a los impresionistas. Esa ruta, que repitió dos veces, podría haber significado para él un cambio radical en su mirada, un terreno fértil para que se sintiera atraído por los movimientos más potentes de la época, como el Arte Abstracto, el Fauvismo o el Cubismo. Pero lo que en realidad lo maravillaban por sobre todas las cosas eran las pinturas de Degas, Sisley, Toulouse-Lautrec y Goya.
El elegante tedio
Esa manera de ver la pintura de forma enciclopédica fue un momento clave para lo que vendría después. Comenzaba la Segunda Guerra Mundial, un hecho que golpeó fuerte el trabajo de muchos artistas de esa generación que se atrevieron a desenmascarar, por ejemplo, los horrores en las trincheras. Sin embargo, para Hopper ese tedio no desaparecía en las grandes ciudades, sino que habitaba detrás de tragos elegantes, salones decadentes y escenas de una placidez discutible. Un espacio que el hombre lentamente comenzaba a sentir como una nueva casa después de los avances de la era industrial. Las pinturas de acantilados de Nueva Inglaterra o esos momentos de encierro en una habitación de hotel fueron, de la noche a la mañana, las imágenes que se convirtieron en los iconos del Realismo Americano.
Esas obras son las que actualmente presenta la fundación Beyeler en Basilea gracias al apoyo del Museo Whitney, principal depositario de su obra hasta la actualidad. En el enorme edificio contemporáneo de Suiza, creado por el arquitecto Renzo Piano, ahora no hay guías ni visitantes frente a la alarma desatada por la propagación del Covid-19.

«Portrait of Orleans», 1950 Oil on canvas, 66 x 101.6 cm Fine Arts Museums of San Francisco, gift of Jerrold and June Kingsley © Heirs of Josephine Hopper / 2019, ProLitteris, Zurich Photo: Randy Dodson, The Fine Arts Museums of San Francisco
Sólo un milagro podría permitir que el museo abra sus puertas antes del 17 de mayo, la fecha de cierre anunciada de la exposición. Un momento que parece inalcanzable para los seguidores de un creador que hoy, a más de cincuenta años de su muerte, muestra su talento otra vez con esa misma energía de encierro y claustrofobia.
Su gran fuerza lumínica, con personajes que pierden la mirada en el horizonte, tuvo con los años un laboratorio exacto de trabajo: su casa de verano en Massachusetts, donde el artista se refugiaba en un silencio absoluto para hacer que sus personajes impávidos lograran desencadenar el nervio de una escena. Lo que vemos es sólo la punta de un iceberg que por debajo esconde deseos que se pierden entre la esperanza y la derrota.
La deuda del cine
Esas lecciones de una nueva sicología en la pintura son fundacionales en la historia del arte. Su manera de relacionar cuerpo y espacio hicieron que el lenguaje del cine y de la fotografía creciera en sus símbolos y en sus planos, al punto que el mismo Alfred Hitchcock lo tomó como un paradigma para su trabajo a la hora de mostrar porciones de realidad que parecen limitadas, pero que en el subconsciente no tienen fin.
Esa lógica en que el espectador termina el montaje en su cerebro fue lo que llevó al cineasta alemán Wim Wenders a estrenar, en el marco de la misma muestra de Hopper en Basilea, un cortometraje en 3D para evidenciar la deuda que tiene el cine respecto a la obra del pintor estadounidense. Titulado «Dos o tres cosas que sé sobre Edward Hopper», el registro manipula sus cuadros a través de micro relatos que funcionan como eslabones perdidos en la retórica del artista.
Ulf Küster, curador de la gran retrospectiva, dice: “El misterio de Hopper es que es un narrador de historias sin contar historias realmente. Los ajustes parecen familiares, pero parecen tener algún tipo de giro: ¿Por qué las bombas de gasolina son más grandes que la estación de servicio, por ejemplo? Es como si él hiciera preguntas y dejara las respuestas para el espectador. Lo que uno está viendo es tan importante como lo que no se ve, es como un meta nivel de gran misterio”, sostiene.

«Cape Cod Morning», 1950 Oil on canvas, 86.7 x 102.3 cm Smithsonian American Art Museum, Gift of the Sara Roby Foundation © Heirs of Josephine Hopper / 2019, ProLitteris, Zurich Photo: Smithsonian American Art Museum, Gene Young
El triunfo del silencio
Si bien en un principio el pintor se relacionó con el heterogéneo colectivo de la American Scene, un grupo diverso de artistas que compartía interés por los temas estadounidenses, muy pronto optó por buscar el desarrollo de un estilo propio. Uno que se define por la austeridad en las formas y la representación simplificada, donde la soledad individual se contrarresta con la geografía, la modernidad de las grandes ciudades y los dolorosos efectos de la Gran Depresión.
Para la exclusiva fundación Beyeler esta muestra es el mejor comienzo para inaugurar una década. Con ella, según sus organizadores, sienten el cambio de siglo y el cambio de atmósfera. De ahí que fuera un imperativo de que no sólo estuvieran en exhibición las famosas escenas urbanas de bares y moteles, sino que además apareciera el universo de aquel Hopper que también se sintió cautivado por el paisajismo y las formas de la Naturaleza. Un momento en que el silencio de su obra aumenta, tanto o más que en aquellas escenas donde una pareja sentada en un barra casi desierta parecen no lograr el contacto. Si bien la imagen podría sugerir un diálogo, lo cierto es que en la composición reina la sordera y el desgano frente a una modernidad que, a poco andar, se ve desgastada. O como dice el curador Ulf Küster: “¿Qué tipo de carga emocional transmite su pintura? Siempre es la misma. Los personajes de Hopper pueden estar en el asfalto o en una colina, pero la sensación siempre será la de estar encerrado en un tupperware”.