El encanto de Giotto

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Por_ Leonardo Martínez, desde Barcelona

Cimabue era uno de los artistas más reconocidos en la Toscana de fines del siglo XIII. Cuenta Giorgio Vasari –ese fabricante de leyendas de los artistas de la época– que, una vez caminando por el campo, se encontró un niño pastor dibujando con tiza sobre una piedra. Quedó fascinado por el talento natural del niño y convenció a su padre de que le permitiera entrar a su taller como aprendiz. Ese niño era Giotto di Bondone (Colle di Vespignano, actual Italia, 1267-Florencia, 1337) y Cimabue fue el primer seducido por su talento. Un universo nuevo se desplegaría desde la piedra del pastorcito, un universo que revolucionaría la mirada del arte occidental. 

Giotto vivió en una época de mutaciones históricas formidables. La agricultura se veía sacudida por la invención de novedosas herramientas y técnicas de cultivo que aumentarían la productividad del campo. Las ciudades se vislumbraban como las nuevas protagonistas de los circuitos económicos y, con ellas, emergía el sistema capitalista como alternativa al mundo feudal. En ellas aparecían las universidades con la exploración de las fronteras del saber. El gobierno municipal desafiaba la hegemonía social de la nobleza, mientras la monarquía reivindicaba el ejercicio exclusivo del poder temporal, compitiendo con las pretensiones de la Iglesia. Tras siglos de pobreza y precariedad, Occidente se volvía autoconsciente y miraba confiadamente hacia el mundo, no para huir de él, sino para descubrirlo, colonizarlo, explotarlo. Pero también para evangelizarlo. Y esto nos lleva a Francisco de Asís. 

El poverello de Asís encarna un nuevo estilo de santidad, una santidad en medio del mundo, en comunión con todos los seres existentes, en permanente celebración de la creación divina, en búsqueda de la desnudez vital de quien sólo quiere cubrirse con la gracia de Cristo. Francisco le canta al sol, a la luna, a las estrellas, a todos los elementos de la Tierra, a los animales, incluso a la muerte. Nada humano, nada vivo le es ajeno. Rechaza las riquezas, pero no el mundo; los placeres, pero no el amor. Es el trovador de la Dama Pobreza. Esa cercanía, esa intimidad, esa permanente compasión harían de él un santo humano, inmensamente humano.


San Francisco regala su abrigo a un pobre. 
Fresco (1290-1295) de Giotto. Asís, basílica superior. 
© Collection Roger-Viollet / Roger-Viollet via AFP

De carne y hueso

Y sería precisamente Giotto quien –medio siglo después de su muerte– ofrecería visualmente esa humanidad de Francisco a los creyentes. En la Basílica Superior de Asís, en la iglesia dedicada al santo, la vida del santo abandona el territorio del arquetipo, de la representación atemporal, para mostrarnos un hombre de carne y hueso que vive el impacto de la conversión, que abandona cualquier ambición de riqueza o de gloria, que convierte sus sueños en mística, que enfrenta a los demonios, que celebra la sencillez de la Navidad, que habla a los pájaros, que recibe los estigmas de Cristo, que sufre, que ama, que muere. Es un hombre que vive entre lo inmediato y lo sobrenatural, pero no deja de estar lleno de humanidad. Giotto crea el rostro humano de Francisco, lo hace semejante a sus contemporáneos, lo libera de la bidimensionalidad para convertirlo en cuerpo, en volumen, en emoción, sobre todo en emoción. Giotto revive el encanto de Francisco y a la vez nos encanta con sus imágenes. El Arte Medieval descubre al hombre concreto al intentar representarlo como tal. 

Aquí es donde el artista recurre a una nueva estrategia de representación, simbólica sin duda (son tiempos de fe, y para la fe cualquier evento mundano remite a un más allá, se hace trascendente) pero a la vez realista. Los espacios arquitectónicos, la trama del paisaje, cada detalle de la Naturaleza, la gestualidad de los cuerpos, la singularidad de cada individuo, el colorido de la vestimenta, todo vibra al evocar la realidad del aquí y ahora. La pintura da un salto revolucionario. 


Giotto di Bondone
Beso de Judas (1303-1305), fresco.
Capilla de los Scrovegni, Padua.

Formidable catálogo

Pero Giotto se atreve a llevar luego la estrategia de realismo y humanización al mismo corazón del relato evangélico. Vayamos hacia La Capilla de los Scrovegni (también llamada capilla de la Arena), y son la Virgen, sus padres, y el mismo Cristo quienes se vuelven inmensamente humanos. El ciclo de San Francisco de Asís aparece entonces como preparación para el ciclo evangélico. Donde el santo recordaba la corporalidad, las imágenes de la capilla recuerdan el misterio de la encarnación, el del Dios que se vuelve hombre. Giotto abandona el Cristo en majestad, que había sido central en el Arte Bizantino, el Románico y los principios del Gótico, y nos hace seguir las vicisitudes de sus progenitores y del mismo Dios-hombre a través de un catálogo formidable de emociones, de estados de ánimo, de escenarios llenos de detalles naturalistas, de sutilezas pictóricas. 

El rostro atribulado de Joaquín. La ternura del encuentro con Ana. La mezcla de firmeza e ingenuidad de María al ser presentada en el templo. La sorpresa disponible de la Virgen escuchando al ángel. La madre cuidando amorosamente a su bebé mientras los ángeles celebran, los pastores miran y José cae exhausto de sueño. El pánico en los rostros de los fugados a Egipto. El horror de las madres viendo asesinados a sus hijos. El límpido Cristo del bautismo frente al salvaje y devoto Juan. La serenidad del Cristo que entra sobre el burro en Jerusalén. El furor del mismo Cristo al expulsar a los vendedores del templo. El gesto de amor de lavar los pies de los apóstoles. La inmensa pena y espantosa soledad frente a la mirada torva del Judas traicionero. El espanto del dolor de la Cruz. El asombro de la subida a los cielos. Incluso el Cristo humano del Juicio Final, juez a su pesar. La salvación es narrada a escala humana y con ello la pintura sirve al misterio, pero a la vez reafirma la autonomía de lo humano, se vuelve mundana. Sobrenatural o milagrosa, pero indudablemente mundana. 


Giotto di Bondone 
Joaquín y Ana se encuentran en el Pórtico Dorado. (1303-1305), fresco.
Capilla de los Scrovegni, Padua.

El salto revolucionario queda confirmado 

La tradición innovadora de la pintura occidental está contenida en esas imágenes. Podemos pensar en la perspectiva desarrollada por Brunelleschi, en la corporalidad formidable de Mantegna, en el paisajismo minucioso de Masaccio, en el humanismo cercano de Fra Angelico, en el depurado manejo del espacio de Perugino, en las escenas corales de los Hermanos Limbourg, en el realismo consumado de la pintura flamenca… Todo ello está contenido en Giotto. Que sus sucesores hayan ido más allá en técnica, en precisión, en realismo, incluso en emocionalidad, apenas podemos discutirlo, pero sin sus ciclos visuales ese salto no se podría entender y menos aún disfrutar.

Giotto nos encanta porque nos coloca, de una forma clara, frente a nuestro propio rostro. San Francisco, Joaquín, Cristo, la Virgen, Magdalena dejan el territorio de lo inexpresable, y por lo tanto irrepresentable, para caminar y sentir junto a nosotros, para compartir la experiencia de la tridimensionalidad, para perderse en una Naturaleza donde cada hoja o cada animal es único. 

Es una apuesta por el poder de lo representable, por el poder de la imagen para revelar verdad y vida. Precisamente por ello, en estos tiempos de descrédito de la imagen, de triunfo de la imagen pura mercancía, o de la imagen reducida a mero simulacro, el encanto de Giotto es nostalgia, pero también desafío, recordatorio del poder comunicador, evocador, y sobre todo creador, de la imagen. Y por eso mismo, afirmación del hechizo del arte, que crea un mundo paralelo para revelarnos la verdad del mundo en que vivimos. El pastorcito, la piedra y la tiza todavía tienen mucho que decirnos. 

Leonardo Martínez. Historiador. Licenciado en Historia por la Universidad Nacional de Cuyo. Máster en Historia de América por la Universidad Internacional de Andalucía. Doctor en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra. Investigador independiente. 

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