El color de la memoria. Un recuerdo de Patricia Figueroa Lembach

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Recuperar su figura nos obliga a asomarnos a un momento histórico cuyos tiempos estuvieron marcados por la dictadura y su apagón, junto con la posterior restitución de las formas democráticas. Y también entrar en el riesgo de añadir adornos a la trayectoria de una mujer que trató de mantener la fidelidad a un oficio concebido desde la paciencia y la constancia. Para evitar la deformación de una mirada retrospectiva, lo primero será reconocer la humildad de este ejercicio de recuerdo: volver a nombrarla.

Por_ Pedro Donoso*

De la serie «Tierra firme». Acrílico y pastel sobre papel, 1.60 x 2.40 mts. 1990.

 

Patricia Figueroa Lembach (abril 1949-septiembre 2010) no fue una figura cuya práctica en el campo artístico se inscribiera en las avanzadas escenas experimentales que brotaron con los colectivos antidictatoriales. No obstante, fue una artista con una clara concepción política y ecocrítica. Su obra revisa una serie de preocupaciones temáticas que reflejan las urgencias de la Guerra Fría y los cambios de percepción de nuestra realidad planetaria. Su carrera en las artes visuales empieza a tomar forma a partir de la enseñanza. Estudió Pedagogía en Arte en la Universidad de Chile, donde también hizo clases de dibujo, grabado y pintura hasta el año 1981. Con posterioridad, su actividad docente se iría distanciando de la academia para concentrarse más en su taller. Su curriculum señala que en 1985 organiza la exposición individual en la Galería de la Plaza, bajo el título «¡Mira un paracaídas!», donde ofrece una primera pista sobre su preocupación por el desastre nuclear. El bombardeo ocurrido 40 años antes sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki han dejado en ella una conmoción que mezcla el horror y la incredulidad. Mira el paracaídas es, en realidad, la exclamación inocente de un niño que apunta hacia arriba en la ciudad de Hiroshima al observar un artefacto que baja desde el cielo. Es la bomba más destructiva jamás lanzada y aquel pequeño no sabe que sólo segundos después esa carga mortal que baja a una velocidad incalculable, se convertirá en el preámbulo del infierno. Dadas las características viviendas japonesas de aquel momento –construidas en madera, papel y bambú– la deflagración significó la reducción a cenizas de todo. Hiroshima, después de arder por dos días, desapareció. Lo humano aniquilado por lo humano, rasgo distintivo de la Segunda Guerra Mundial, caló profundo en la mirada de Patricia, y en 1987 organizará otra exposición individual en la Galería La Fachada donde presenta su serie «Enola Gay»; el nombre del bombardero B29 que arrojó la bomba sobre Hiroshima.    

“Fue la primera persona que me hizo saber que existía algo que se llamaba arte ecológico”, recuerda el pintor A. Quiroga. “Conocí su trabajo a partir de una serie de hongos nucleares que había reunido con el título de «Enola Gay»”. Desde su marcada postura antibelicista avanza hacia una preocupación por la destrucción medioambiental. En general, la temática ambientalista aún no había terminado de asomar en los años 80 y 90. Eso no impedirá que en 1985 sea galardonada con el Premio de la 7ª Bienal Internacional de Arte de Valparaíso por su díptico «Mira un paracaídas II». Ese mérito remarca su participación en lo que los historiadores del arte iban a denominar la Generación del 80, donde se comparten una serie de inquietudes formales sobre el problema de la pintura, la capacidad del Expresionismo figurativo, y el modo de generar un circuito de circulación del arte en un ambiente de opresión. Patricia Figueroa, al igual que pintores de aquel momento como Samy Benmayor, Bororo Maturana, Matías Pinto d’Aguiar o Iván Daiber, interrogaba también el gesto pictórico, a lo que además añadiría una serie de temas y compromisos sociales y políticos. “Era la única mujer, en ese lote, que andaba dando vueltas a ese tema de la destrucción. Entonces, creo que fue una artista bien visionaria, al reconocer el tema ecológico”, recuerda A. Quiroga.

Mientras el Experimentalismo de las escenas de avanzada ya había salido a la calle para plantear cuestionamientos y formas de emancipación, el conjunto de creadores que forma esa generación de pintores del 80 se concentraría en la ejecución de un trabajo de taller destinado a dar un momento de acoso y respiro a la pintura. Las cazuelas de Bororo, las figuras coloridas, los chorreos, el gesto bruto de Samy, lucen como modos propios de expresión entre los cuales la pintura de Patricia Figueroa parece insertarse con naturalidad. “Su proceso artístico”, escriben Gaspar Galaz y Milan Ivelic en su libro «Chile Arte actual», “está destinado a desestructurar las formas que ha tomado la realidad mediante una especie de negación del dibujo como definidor de formas claras y evidentes”. La descripción tal vez es una elipsis. Bastaría con decir que el modo de representación de su pintura se acerca a una exasperación con el detalle que el Expresionismo promovió como bandera distintiva. Pintar era un acto arrojadizo y salpicado. 

Signo contenido

Volvamos a la imagen que se perfila en su serie de pinturas «Buscando América», expuesta en 1989 en la Galería Arte Actual. Una gran montaña de color fuego refulge con la fuerza de la pintura acrílica. La intensidad del colorido es lo primero que resalta y, pese a la “negación del dibujo” que acusan Galaz e Ivelic, lo que se percibe de inmediato es la aparición de una furia, una exaltación que se muestra como el signo contenido de una protesta. Lo que no está explícito en el dibujo de la pintura que tenemos ante nuestra vista, queda totalmente claro ante el encandilamiento cromático que provoca esa montaña colérica. Y en las faldas coloradas de ese monte, flota también el dibujo de rasgos infantiles de una carabela como la que trajo a Colón a estas costas. ¿Queda claro el color de la Conquista? El descubrimiento visual del color desplaza, entonces, la necesidad de la definición figurativa. El color del incendio es también el fuego que prende en un continente conquistado por la violencia. El color ya es la piel del objeto, como reiteraban en su día los pintores fauvistas. En pocas palabras, el color es lo que da aquí la definición de la imagen. 

De la serie «A Ixtlán». Acrílico sobre tela, 1.50 x 2.45 mts. 1998.

 

Como un testamento

Las preocupaciones que empujaban su trabajo también se volcaron a temas americanistas y al lugar de lo indígena en nuestra realidad. En 1992 desplegará en la sala Arte Actual su «Homenaje a América». La fuerza del color seguirá ahí presente en sus acrílicos de gran formato, tal como lo está también en los tradicionales telares de muchos pueblos originarios del continente. A eso se añade una marcada preocupación por la situación identitaria de los pueblos nativos de nuestro continente, así como su evolución histórica. En marzo de 1999, tras hacer un seguimiento de las culturas mesoamericanas, la artista inaugura «A Ixtlán» en el Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago. Será su última gran retrospectiva que incluye obras producidas desde la década de 1970 hasta ese momento, justo antes del inicio del nuevo milenio. El catálogo de la exposición, realizado en colores primarios, nos muestra una portada azul sobre la que destaca una figura felina en rojo. El jaguar, animal sagrado en la antigua cultura maya, aparece aquí impreso con el trazo ingenuo de una pintura rupestre. La vinculación de lo antiguo y lo contemporáneo alentada en el trabajo de Patricia Figueroa, aparece como un testamento. Tras ese texto no quedarán más huellas impresas. La historia sigue su camino y ya en 2010, cuando fallece el 10 de septiembre, la escena artística ha modificado totalmente sus modos de funcionamiento. La pintura y sus preguntas ya no despiertan urgencias. Las preocupaciones ambientales, en cambio; y el rescate de lo nativo, sí. Esos temas que encontraron lugar en los colores furiosos de Patricia Figueroa ofrecen hoy un puente para volver a su pintura remota, antigua, no actual. No todo lo que iba a desaparecer ha terminado de apagarse. 

*Pedro Donoso. Máster en Literatura Comparada de la Universidad de Cambridge, trabaja como editor, traductor y asistente curatorial en proyectos de artes visuales y literatura. Entre los libros recientes en los que ha colaborado destacan «Gordon Matta-Clark: Experience Becomes the Object» (2015); «Los últimos días de Walter Benjamin» (2018) y «Movimientos de tierra: arte / naturaleza» (2021).

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