El Museo del Juguete Chileno

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Esta petite histoire no es, en realidad, tan pequeña. No hablo de su extensión, sino de la inmensidad de la colección de objetos de la que trata, y que tuve la fortuna de ver y tocar. En algún lugar de Santiago, se alojan autos de hojalata, figuritas de plástico, muñecas recortables de papel, ositos de peluche y sets de construcción que hacen familia con los más de 3.500 artefactos que integran el Museo del Juguete Chileno, espacio que, si bien aún no cuenta con un lugar físico de exhibición, es cuidado con amor y paciencia por su fundador, Juan Antonio Santis. Mientras admiraba la belleza, la originalidad, el humor y la ternura de aquellos que seleccionó especialmente para mi visita, él me iba contando la historia de su museo: sus orígenes, sus más de treinta exposiciones (curiosamente, la primera de ellas fue en Uruguay), las dificultades que ha sorteado, su hermoso archivo fotográfico de niñas y niños retratados con sus juguetes, los sueños que lo impulsan, los libros que ha publicado, entre tantos otros temas.

Para mal y para bien

Como cualquier niño, Juan Antonio tuvo muchos juguetes. Su papá, profesor de biología y química, se dedicaba paralelamente al rubro juguetero así que Juan Antonio tuvo suerte. En una fotografía de 1966 lo vemos, muy sonriente, abrazando un autobús. Pero, como cualquier niño, Juan Antonio, de tanto jugar con sus juguetes, los rompió. Hoy en día no conserva ninguno. Ya en la adultez, hacia el año 2000, ingresó a un diplomado en museología y se enfrentó a una evaluación muy particular. Uno de sus profesores le encargó diseñar la museografía de una exposición que debía consagrarse a un único objeto, cuya fabricación fuera chilena. Juan Antonio, que hace algún tiempo sentía una inquietud especial por la industria nacional, escogió un tanque fabricado en el Cerro Los Placeres de Valparaíso, de la marca Ramón Vásquez Carvajal. Sin embargo, cuando comenzó la búsqueda bibliográfica se dio cuenta de que no había absolutamente ninguna información, lo que le sorprendió para mal y para bien. ¿Cómo es posible que se supiera tan poco sobre este asunto? Intentando responder esa pregunta, se propuso como “misión de vida”, según él mismo cuenta, convertirse en coleccionista y detective de juguetes chilenos. Así, cree que paga también la culpa por haber roto todos sus juguetes (al confesarme, entre risas, ese acto expiatorio, Juan Antonio recuerda que Sunay Akın, poeta turco nacido en la misma década que él, creó el Museo del Juguete de Estambul para recuperar un barquito que perdió cuando era niño).

De primera fuente

Es cierto que su “misión de vida” hace eco de su pasado infantil, pero el compromiso que Juan Antonio tiene con su colección va más mucho más allá. A pesar de que los juguetes han existido desde que existe la Humanidad (y la animalidad, agregaría yo: mi gato juega con cualquier cosa que pille), en cuya confección se trenzan materias primas, cuestiones de estilo, técnicas artesanales o máquinas, entre otras variables, no en todas partes ha sido un artefacto digno de conservarse y estudiarse. Mi entrevistado lo sabe de primera fuente. Sus intentos por hacer de su museo un espacio físico han sido infinitos y no siempre bien recibidos. Sin quejarse, porque su afabilidad es superior, me cuenta que ha notado que en nuestro país el juguete aún no es considerado una pieza estética y patrimonial, un producto de la arqueología industrial, un ejemplar de la historia cultural, sino que ha sido tratado superficialmente, como si fuera una frivolidad. Es necesario reivindicar la voz de los juguetes, cree Juan Antonio –y yo, tras encontrarme con él, suscribo por completo a su proyecto–: esa voz es tan versátil que, junto con mostrarnos un mundo a pequeña escala, puede hablarnos de la historia del diseño, de la industria, del transporte, de la publicidad, de las costumbres, de los medios de comunicación y entretenimiento, así como de la política, el género, la estética, la religión. El juguete es una fuente infinita de juego y de conversación. 

Un caso ilustrativo

El tanque con el que Juan Antonio inició su colección es un caso ilustrativo de cómo un juguete puede ser un deleite infantil a la vez que participar activamente de la historia. Al menos durante los últimos tres siglos, la madera fue la materia prima esencial del juguete chileno hasta que, con la Segunda Guerra Mundial, se produjo un gran desabastecimiento de aquellos que se hacían con hojalata pues este material era clave para la confección de armamento. Ante este panorama, empresarios chilenos vieron en esa suspensión una oportunidad de cultivar una nueva forma de hacer juguetes. Así, la hojalata se convirtió, por muchos años, en la superficie predilecta, como podemos ver tanto en el tanque como en el precioso microbús Ardilla que, en palabras de Juan Antonio, es un resumen de la sociedad chilena de la década del 50: cada uno de los pasajeros luce su propia personalidad. En otros juguetes similares a este, hechos en Alemania o Japón, los personajes debían lucir más bien uniformes, porque estaban diseñados para la exportación. Como en nuestro país no existía esa pretensión, los fabricantes contaban con mayor libertad de creación. El resultado es maravilloso. 

Ahora entiendo…

Para relatar la historia del juguete chileno es necesario hablar de Alemania y Japón. “Nuestros juguetes son mestizos”, dice mi interlocutor. “En ellos se unen las tradiciones de ambos países, junto con la española”. Más de algún lector o de alguna lectora recordará las bellísimas vitrinas de la desaparecida Casa Hombo, ubicada en pleno centro de Santiago hasta el 2003. Uno de sus más destacados fabricantes fue Víctor Ogino: su grúa de auxilio, cuyo conductor luce sus mismos ojos rasgados, causaba sensación. Él, como otros inmigrantes o hijos de inmigrantes japoneses o alemanes, creó fascinantes juguetes hechos en Chile, que dejaron una marca indeleble a lo largo de la primera mitad del siglo XX. Hacia los 70, un nuevo mestizaje se avecinaría: la influencia soviética, con su imaginario cosmonauta y socialista. Curiosamente, como cuenta Juan Antonio, la Unidad Popular supo promover la coexistencia de ese imaginario con el torbellino Disney que llevaba lustros ejerciendo su poder. El juguete como fruto de la migración, así como de los avatares políticos, nutre todo un campo de saber y cultura aún en ciernes en nuestro país. Es muy probable que ese campo se acreciente todavía más si, en un futuro próximo, Juan Antonio logra que sus juguetes salgan a la luz en la forma de un espacio exhibitivo permanente.

Para él, la dimensión material de las cosas es fundamental. A diferencia de todo lo que he relatado hasta aquí, hay algo que supe por otra vía, que él no me lo contó: Juan Antonio es también escultor. Pienso, entonces, que los objetos de su colección son como pequeñas esculturas. Ahora entiendo que sus juguetes son, a su manera, obras de arte que merecen su propio museo. 

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