Por_ Leonardo Martínez
Saudade es una de esas palabras que, además de un sentimiento o una emoción, encarna una cultura, en este caso la lusoparlante. Una palabra-mundo. Saudade nos lleva a la ausencia, a la pérdida, a la inmensa lejanía de aquello que fue cercano o íntimo. Y no solamente en pasado. Uno puede sentir saudade del futuro esperado que, al parecer, nunca llegará, del puerto que nunca alcanzarán a ver nuestros ojos. En este sentido, saudade es una utopía que se revela, más que nunca, utópica. Brasilia está llena de saudade.
Oscar Niemeyer (1907-2012), ese discípulo de Le Corbusier dispuesto a traducir el maestro al trópico, incluso hasta el punto de quebrar su puritanismo de la recta y su idolatría del cuadrado, se nos aparece como el visionario de la nueva capital de un nuevo modelo de país. El arquitecto hace confluir en Brasilia todos los hilos tendidos a lo largo de su obra (el complejo de Pampulha, el edificio Copan, la casa de Canoas…), se permite ampliar el territorio del Modernismo Arquitectónico a la vez que recrea el Barroco Colonial Mineiro, o la tradición de las fazendas esclavistas. La Brasilia de Niemeyer es una ciudad de frontera que se abre hacia el futuro, hacia la conquista del interior del país, hacia el desarrollo, hacia la democracia social. Brasilia es más que un conjunto de edificios en el Planalto Central, es toda la energía de una sociedad que parece creer en sí misma. Metáfora y realidad al mismo tiempo.
Metáfora de América Latina
Con Brasilia, Niemeyer lleva a cabo el proyecto antropófago de los modernistas brasileños de la década del veinte, que reclamaban la capacidad de devorar todas las influencias históricas y culturales para crear una identidad nacional. Esas cuatro décadas son cruciales para la autoconciencia del país. El centenario de la independencia política dio lugar a la apuesta por la independencia cultural. Donde Oswald de Andrade (1890–1954) evoca al pau-brasil para crear una sintaxis propia que subvierte el academicismo y la copia de lo europeo, o Tarsila do Amaral (1886-1973) crea la imaginería del país indio-blanco-negro saturado de colores puros, o Heitor Villa-Lobos (1887-1959) sintetiza la música folklórica con la música clásica, Niemeyer canibaliza a Le Corbusier. “No me atraen ni los ángulos ni las líneas rectas, duras e inflexibles, creadas por el hombre. Me atraen las curvas fluidas y sensuales: las curvas que encuentro en las montañas de mi país, en lo sinuoso de sus ríos, en las olas del océano y en el cuerpo de la mujer amada”, afirmaría de forma contundente en uno de sus escritos. Al canibalizar al arquitecto suizo, reafirma la identidad mestiza del Brasil y su enorme capacidad de síntesis cultural. Brasilia, en este sentido, es claramente mestiza. Puede reconocerse el aire de familia con el Modernismo Arquitectónico, pero es indudablemente brasileña. Y, al mismo tiempo, funciona como metáfora de América Latina.
Brasilia, por tanto, como punto de llegada, pero además de partida. Y de otro canibalismo.
Niemeyer no asistió a la inauguración de la capital que había construido Lúcio Costa (1902-1998). El sueño se evaporó casi con la última piedra de la obra. Los financistas reclamaron sus préstamos. Los candangos volvieron al Nordeste o se quedaron a vivir en favelas. Los burócratas se trasladaron de Río de Janeiro no sólo con sus expedientes y reglas, sino también con la corrupción y otros vicios. Los poderes económicos permanecieron en el eje São Paulo-Río de Janeiro. Los políticos no entraron en una era de consenso sino en otra donde los enfrentamientos se volvieron más viscerales: Kubitschek dio paso a la extravagancia populista de Jânio da Silva Quadros, que a su vez dio paso al reformismo radical de João Goulart, quien a su vez acabó siendo devorado por el golpe militar de 1964. En apenas cuatro años, la capital del futuro terminó convertida en la capital de una dictadura y toda la saga de hechos subsiguientes: el mayor nivel de endeudamiento de la historia del país, la concentración económica, el aumento de la pobreza, la liquidación del sistema democrático, las violaciones de derechos humanos, la represión cultural. La antropofagia constructiva se convirtió en canibalismo autodestructivo.
No es que se repita
El Niemeyer de las siguientes décadas vuelve una y otra vez a Brasilia en su obra: la sede del Partido Comunista francés, los proyectos en Argelia, el edificio de Mondadori… No es que se repita, simplemente vuelve a intentar reflejar el ánimo de la utopía. Es un Niemeyer más explícitamente comprometido, nostálgico pero furioso. La mano sangrante del Memorial de América Latina es implacable. Se eleva como un grito devastador ante una historia que ha defraudado todas las expectativas, y que aún espera ser escrita de otra manera.
Pero existe el otro memorial, el de Kubitschek, en la misma Brasilia. La figura del Presidente gitano, mano en alto junto al cielo, dominando la ciudad que puso en marcha pese a todo. Es un homenaje, y como todo homenaje, un ejercicio de nostalgia. Pero más aún, de saudade, pura saudade. La saudade de los proyectos donde germinaba lo que sería Brasilia. La saudade de esos tiempos escuchando el canto de los candangos, discutiendo hasta altas horas de la noche con Kubitschek sobre los trabajos del día siguiente. La saudade de ver surgir la ciudad monumental en medio de la nada. La saudade de ver Brasilia terminada. La saudade del país que soñaba comenzar una nueva historia con ella. La saudade de ese futuro igualitario que no llegó a alcanzarse. La saudade del nuevo mundo. No hay duda: Brasilia está llena de saudade.
Leonardo Martínez. Historiador. Licenciado en Historia por la Universidad Nacional de Cuyo. Máster en Historia de América por la Universidad Internacional de Andalucía. Doctor en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra. Investigador independiente.